Una palabra amiga

2 de febrero: la Vida Consagrada como don para la Iglesia y el mundo

Cada 2 de febrero, la Iglesia celebra el Día de la Vida Consagrada, una jornada dedicada a reconocer y agradecer el testimonio de quienes han entregado su vida a Dios mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia. Esta fecha coincide con la Fiesta de la Presentación del Señor, en la que Jesús es llevado al templo como signo de su total consagración al Padre. Así, esta celebración recuerda que la vida consagrada es un don para la Iglesia y el mundo, manifestando la luz de Cristo en medio de la humanidad.

Un pasaje del capítulo 2 del Evangelio según san Lucas ofrece una clave fundamental para comprender este misterio. El evangelista persigue dos objetivos claros. Primero, revelar que este niño es la manifestación de Dios: Jesús, desde su infancia, no espera hasta los últimos acontecimientos de su vida para dar a conocer su misión. Segundo, convencer a la comunidad cristiana de finales del siglo I, aún compuesta en gran parte por hebreos, de que Jesús es verdaderamente el cumplimiento de toda la historia de Israel.

El relato se desarrolla en un lugar clave: el templo. Según el evangelista, es allí donde se revela la identidad de Jesús y donde se comprende que el nuevo templo ya no es un edificio, sino el encuentro con Cristo mismo, la revelación de Dios.

¿Cómo ocurre esto? El evangelio menciona que los padres de Jesús van al templo para cumplir el rito de la purificación. ¿En qué consistía? La madre debía presentarse en el templo para ser purificada tras el proceso natural que su cuerpo experimentaba al dar a luz.

Pero hay algo más: se ofrece un sacrificio. El Evangelio menciona que los padres de Jesús llevaron dos pichones de paloma, la ofrenda permitida para las familias pobres. Sin embargo, este sacrificio tiene un significado más profundo, pues nos revela quién es Jesús: él será el nuevo sacrificio. Como los dos pichones de paloma, Jesús es el sacrificio definitivo, aquel que da cumplimiento a toda la historia de los sacrificios ofrecidos por los primogénitos. Él mismo es el Primogénito. En este pasaje se pueden distinguir dos niveles de revelación. Por un lado, Jesús es el Primogénito, pero, por otro, el pueblo de Israel también es el primogénito, el elegido para manifestar a todas las naciones el amor de Dios.

El texto introduce, además, a dos personajes clave: Simeón y Ana, quienes representan el templo. La etimología de sus nombres es significativa. «Simeón» proviene de la raíz hebrea ע (shamá), que significa «escuchar».

Su nombre indica que Dios ha escuchado todas las oraciones elevadas en el templo. En él se condensan todas las súplicas del pueblo en Jerusalén.

El gesto de Simeón es igualmente revelador: toma al niño y lo eleva. Este es, por excelencia, el gesto del sacrificio. De hecho, muchas de las palabras hebreas traducidas como «sacrificio» tienen su raíz en términos relacionados con la elevación. Así, Lucas nos muestra que el sacrificio que los padres de Jesús iban a ofrecer en el templo encuentra su verdadero significado en el propio Jesús.

Es importante notar que Simeón no es un sacerdote. El Evangelio lo describe como un hombre «justo y temeroso de Dios». Con estas palabras, Lucas interpela directamente a sus lectores. «Justo» era el título con el que los hebreos se identificaban, pues consideraban justos a quienes cumplían la Ley. «Temeroso de Dios», en cambio, es un término técnico que se refiere a los paganos que habían reconocido al Dios único del monoteísmo hebreo, aunque sin integrarse plenamente en el pueblo de Israel.

Aquí, el evangelista Lucas habla especialmente para ellos. Los estudiosos coinciden en que Lucas es el evangelio más influenciado por la cultura griega. Su comunidad estaba formada tanto por hebreos como por paganos que se habían acercado al judaísmo. Con este pasaje, Lucas proclama que los temerosos de Dios — es decir, los griegos y paganos que ya habían reconocido al Dios de Israel— también tienen libre acceso a Jesucristo. Jesús no es solo el Mesías para los justos, sino también para los temerosos de Dios.

En la figura de Simeón, ambos grupos se unen. Él representa la comunión que la comunidad cristiana primitiva experimentaría entre los hebreos justos y los paganos que reconocían el monoteísmo.

¿Qué es lo que dice Simeón? Su proclamación contiene el núcleo del Kerygma, el anuncio central de la fe cristiana. En este momento, Lucas nos transporta al final del Evangelio. Simeón declara que Jesús ha venido «para la caída y el levantamiento (ἀνάστασις) de muchos en Israel».

Es interesante notar que en el Nuevo Testamento no existe un término exacto para «resurrección» en el sentido en que lo entendemos hoy. En su lugar, se emplean expresiones como «despertar nuevamente» o «levantarse nuevamente», términos que ayudan a comprender el misterio de la resurrección. Con esta breve frase, Simeón ha dicho todo sobre Jesús: él ha venido para morir y para dar vida. Lo toma en sus brazos y lo ofrece en sacrificio, el sacrificio definitivo. Su muerte se convierte en la nuestra, en el sentido de que se une completamente a nuestra condición humana, alcanzándonos en nuestros momentos más oscuros: cuando estamos desesperados, cuando hemos perdido a un ser querido, cuando sentimos que no hay salida, cuando hemos acumulado fracasos o caído en pecado grave. Es en esos momentos cuando comprendemos que él está allí con nosotros, incluso en la muerte, para levantarnos a la vida.

Lucas añade que los padres de Jesús quedaron «estupefactos» (θαυµάζω). Este verbo, en la tradición antigua, marca el inicio de la sabiduría. Se utilizaba para describir el momento en que los grandes sabios comenzaban a abrir los ojos a la realidad. ¿Cuál es la gran revelación en este pasaje? Que este niño ha venido para alcanzar a la humanidad en la muerte y resucitarla.

El texto subraya una afirmación clave: «luz para iluminar a las naciones». Esta expresión no es un simple añadido de Lucas, sino que introduce uno de los títulos mesiánicos de Jesús. De hecho, estas palabras que Simeón pronuncia sobre el niño son las mismas que la comunidad cristiana primitiva atribuía a Cristo.

En el Antiguo Testamento, esta misión de iluminar a las naciones se atribuía a Israel. Pero Israel no fue elegido por ser el mejor de los pueblos, sino precisamente por ser el más pequeño, para que así se manifestara la grandeza de Dios y quedara claro que la elección no era por mérito propio. Dios lo escogió para ser luz entre las naciones, no por sus cualidades, sino para que a través de su historia todos los pueblos reconocieran quién es Dios.

«Luz para iluminar a las naciones» o «luz de las naciones» es una expresión histórica referida a Israel, que más tarde será aplicada al Mesías y, en este pasaje, es proclamada sobre Jesús. Su significado es universal: no se limita a los hebreos, sino que se extiende a todos los pueblos. Posteriormente, esta misma expresión será utilizada para referirse a la comunidad cristiana, pues en un momento Jesús dirá:

«Ustedes son la luz del mundo».

Finalmente, aparece la profetisa Ana, quien representa otro rostro del templo. Su nombre significa ternura y gracia, y en ella el templo de Jerusalén se convierte en el lugar donde se manifiesta la misericordia de Dios. A lo largo de la historia de Israel, el templo ha recogido los anhelos más profundos de ternura, y Ana es quien proclama:

«He aquí la ternura de Dios», la ternura de un Dios que se hace niño, que se hace cercanía.

Esta es la gran noticia que nos deja Ana, una anciana de 84 años, número que en la simbología hebrea (12 por 7) representa la totalidad de la historia y su apertura a todos los pueblos. En su testimonio resuena la Palabra del Señor: un Dios que se hace ternura, que asume nuestras muertes para resucitarnos a una vida plena.

Fr. Luciano Audisio, OAR

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