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“El espíritu de oración es el rasgo distintivo de la Recolección”

El padre Ángel responde ampliamente a cada una de nuestras preguntas. Para facilitar una visión de conjunto y suscitar el interés, hemos seleccionado algunos aspectos y ofrecemos en documento adjunto la entrevista completa para quien desee profundizar sobre el tema.

P.- ¿Qué sentido tiene el 5 de diciembre para los agustinos recoletos?
R.- El recuerdo del nacimiento agrada y ayuda a crecer. En nuestro caso son las ideas que pusieron en marcha y dieron vida a nuestra Orden, a nuestro modo de vivir. No tenemos un fundador con quien medirnos y compararnos, ni una casa solariega que nos permita recrear los espacios vitales de nuestra infancia. Pero tenemos bien definida una fecha en que unos cuantos agustinos, deseosos de mayor perfección, deciden inaugurar un modo de vivir distinto; una forma de vivir que no tardarían en plasmar en un escrito al que dan precisamente el título de Forma de vivir. El escrito cobra relevancia a mitad del siglo XX, gracias a los estudios del padre Jenaro Fernández y el entusiasmo del padre Eugenio Ayape. Desde el primer momento, Ayape vio en el descubrimiento de ese documento y del acta capitular que está en la base, un precioso apoyo a su programa de gobierno, todo él centrado en la recuperación y fomento de los aspectos más válidos de su carisma, es decir, la interioridad y la vida común. Inmediatamente mandó traducir al latín la Forma de vivir y aprovechó la publicación de la Ratio Institutionis, un documento que abarcaba el ciclo completo de la formación de los frailes en sus vertientes doctrinal, espiritual, apostólica y agustino-recoleta, para declarar el 5 de diciembre de 1588 como «dies natalis ordinis» día del nacimiento de la Orden ordenando que se celebrara como tal en todas la casas.

P.- ¿Cuáles son las notas características de la Recolección agustiniana?
R.- La Recolección nace en un clima de esplendor, de alta tensión espiritual, en un tiempo en que es general el deseo de señalarse en el servicio de su señor. En perfecta consonancia con ese clima, del que eran hijos, nuestros padres quisieron que el primer rasgo de sus discípulos fuera la aspiración a distinguirse en el servicio de Dios. Nada menos que tres veces estampan la palabra ‘perfección’ en las once líneas escasas que componen el primer párrafo de la Forma de vivir. Esa perspectiva enlaza a las mil maravillas con el ideal de san Agustín y también con las fuentes más genuinas de la vida religiosa.

Junto a esa actitud primordial, que impregna la Forma de vivir de principio a fin, brillan en ella el deseo de una profunda vida interior, el amor a la vida común y un pronunciado ascetismo.

La vida interior se manifiesta tanto en el aprecio de la oración mental y del silencio como en la organización de la jornada de las comunidades. La comunidad recoleta es una comunidad atenta al huésped divino que habita en ella, al maestro que habla en el interior de cada de sus miembros; es una comunidad ‘recogida’, adjetivo este en el que se ha cifrado la espiritualidad española del siglo XVI; es una comunidad que huye de la dispersión, de la bullanguería y de la superficialidad.

El amor a la vida común o vida fraterna en comunidad, como se dice ahora, convirtió a Agustín en fundador. Convocó a amigos y discípulos para que vivieran juntos, compartieran bienes materiales y espirituales, fueran complacientes unos con otros y respetaran mutuamente su individualidad e incluso sus hábitos y debilidades. La comunidad era para él un campo privilegiado para cumplir con plenitud el precepto de la caridad, que es lo único que realmente le preocupaba, porque, como escribiría en su libro Sobre las costumbres de la Iglesia, donde hay caridad todo es pleno y donde falta todo es vano.

El ascetismo se materializa en una serie de normas prácticas que envuelven la vida entera del individuo y de la comunidad: abundancia de ayuno y disciplinas, tosquedad de edificios, celdas y vestuario, pobreza real de las comunidades y del individuo. Éste es un mensaje duro que pocos están dispuestos a escuchar en un mundo dominado por una antropología humanista olvidada de la trascendencia y del pecado original. Y además no todas sus fuentes son evangélicas. Para hacerlo mínimamente atractivo quizá convenga reducirlo a una sola palabra, que podría ser la palabra sobriedad. La sobriedad podría ser el nombre actual de la ascesis y el antídoto cristiano contra el consumismo que tanto se depreca, pero que con tanto afán se persigue.

Para mí la perfecta comunidad es el reflejo de una comunidad de amor, nacida y sostenida por la gracia de Dios y consagrada a su servicio; una comunidad de vida sencilla y sobria, en la que todo se pone en común: talentos, afectos del corazón y bienes materiales; en la que no cabe el autoritarismo ni el privilegio, sino que respeta la personalidad de sus miembros y atiende a sus necesidades; una comunidad que vive en diálogo fraterno y confiado, dedica algún tiempo al trabajo manual y se comunica con la Iglesia local; una comunidad que, aunque carezca de una misión concreta y determinada, debe estar siempre atenta a la voz del Señor y a las necesidades de la Iglesia. Creo que ése es también el modelo que debe seguir la comunidad agustino-recoleta. Nuestros reformadores del siglo XVI se fijaron más en aspectos como la oración, la comunidad y el ascetismo, pero el Espíritu nos ha enseñado, a través de los avatares de la historia, a apreciar aspectos como la apertura eclesial y el humanismo, que nuestros padres dejaron un tanto en la sombra.



El espíritu de oración es el rasgo distintivo de la Recolección.
P.- Vamos a detenernos en la oración. ¿Qué es la oración para un agustino recoleto?
El espíritu de oración es el rasgo distintivo de la Recolección, el que mejor la diferencia y define, al menos en sus orígenes. Es también el que le ha dado el nombre. Si en un principio el término ‘recolección’ significó soledad, apartamiento, recogimiento, muy pronto pasó a significar repliegue del alma sobre sí misma, interiorización y recogimiento de las potencias del alma.

Las casas de los primeros recoletos eran auténticas casas de oración y recogimiento, y sus frailes vivían totalmente entregados a ella. «Todo el ejercicio del religioso», escribió Quiñones, el legislador de los recoletos franciscanos (1521), «ha de ser lección, oración, meditación y contemplación». Y esa norma o, mejor, esa aspiración la recogieron íntegramente las recolecciones que a ejemplo de los franciscanos fueron surgiendo en las demás órdenes mendicantes. Todas ellas vieron en la oración su centro neurálgico, la que dirigía y ordenaba su vida.

El autor de la Forma de vivir comparte esas ideas, pero, como buen agustino, no las coloca en el orden de los medios, sino en el de los fines, que en la vida cristiana siempre es la caridad. Para él la oración es preciosa porque es el mejor alimento de la caridad, y así lo proclama en el umbral mismo del primer capítulo. Y no se contenta con esta solemne declaración de principio. Para evitar que sus palabras queden en mera teoría, en la enunciación de un simple deseo, pasa de inmediato a legislar sobre tiempos, lugares y modos de oración. Desde el primer momento deja bien claro que la eucaristía, la liturgia de las horas y la oración mental son los hitos que deben enmarcar y ordenar la jornada de la comunidad recoleta.

Como todos esos actos no pueden desarrollar plenamente su potencialidad si carecen de un clima adecuado, intenta crearlo con normas precisas sobre el silencio, el retiro en las celdas, la lectura espiritual, el apartamiento de los negocios seculares e incluso sobre las mismas mortificaciones.

El espíritu de oración vivió tiempos convulsos. A mediados del siglo XVII se produjo un enfriamiento, una caída de la tensión religiosa en la sociedad, y las exigencias del apostolado, cada día más intenso, motivaron ese cambio. Durante los siglos XVIII y XIX continuó la parábola descendente. Hacia 1760 la meditación era ya una práctica sin relieve en la vida de sus misioneros, dejada casi completamente al arbitrio de cada uno. Durante el siglo XIX la Orden, confinada a las islas Filipinas, no acertó a contrarrestar el embate de las circunstancias y, arrastrada por ellas, se fue alejando de sus fuentes originarias para buscar inspiración en la espiritualidad sacerdotal e individualista de la época. En el último tercio del siglo XIX afloró una cierta nostalgia del pasado y aparecieron voces que clamaban por un cambio de dirección.

P.- ¿Cuánto tiempo le dedican y cómo la hacen?
R.- Hacia 1660 la meditación, tanto la matutina como la vespertina, duraba media hora. Las otras dos medias horas eran substituidas, respectivamente, por la misa solemne en honor de la Inmaculada y el canto de la Salve y el Joseph. El capítulo general de 1666 redujo también a media hora la meditación vespertina de fiestas y domingos. Tras la guerra de la Independencia de España contra los franceses, el tiempo dedicado a la oración mermó drásticamente. El oficio divino no recuperó nunca la antigua solemnidad y la oración mental quedó reducida a dos medias horas. En 1888 san Ezequiel llevó consigo esa práctica a Colombia y diez años más tarde los superiores la impusieron en las residencias que comenzaban a surgir en diversas regiones de España y América, aunque en éstas tardaría algún tiempo en arraigar. Con la normalización de la vida de la Orden en la primera década de siglo XX, esa normativa se generalizó en la Orden y sigue vigente hasta hoy.

En estas últimas décadas todos sabemos que la meditación de la mañana se hace en comunidad, siendo cada uno libre de elegir el tema que más le plazca. Personalmente creo que con cierta frecuencia los criterios con que se eligen esos temas no son muy acertados. El tiempo y otras modalidades de la meditación de la tarde se han dejado al arbitrio de las comunidades locales.



Las ocupaciones de los frailes de hoy son muy diversas de las de los de aquel tiempo.
P.- ¿Hay algún modo agustino recoleto específico para hacer la meditación o la oración mental?
R.- En el pasado hubo al menos una cierta uniformidad en los temas meditados y en la orientación afectiva, hoy reina una heterogeneidad absoluta. Cada uno organiza su meditación con absoluta independencia, según sus gustos y exigencias personales.

P.- ¿Es igual la oración de hoy que la del siglo XVII, cuando nació la Orden?
R.- Ni es ni puede ser. Las ocupaciones de los frailes de hoy son muy diversas de las de los de aquel tiempo. Y no menos diversas son su antropología y su visión del mundo. Hoy sentimos menos la necesidad de orar porque nos creemos más autosuficientes y, por tanto, estamos menos pendientes del cielo. Nos cuesta más sentirnos verdaderos mendigos de Dios, que es una actitud que dispone naturalmente a la oración y facilita la adopción de algunos medios ascéticos, absolutamente indispensables para orar con un mínimo de sosiego. Sólo cuando la desgracia se abate sobre nosotros o sobre algo que nos toca personalmente, logramos asimilar y hacer nuestra esa actitud.

P.- ¿Por qué se conoce la espiritualidad teresiana, la de san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y no la de los agustinos recoletos? ¿Podría decirnos algunos frailes eminentes por su espiritualidad agustino-recoleta?
R.- Entre los recoletos ha habido hombres de gran talla espiritual, pero de ordinario no han alcanzado mayor proyección, y desde luego ninguno ha dejado una obra comparable a la de esos grandes maestros de la vida espiritual. Pero no conviene olvidar que nuestra tradición espiritual no comienza en el siglo XVI. Se remonta a san Agustín, que también en este campo es nuestro primer maestro. Luego encontramos a Tomás de Villanueva, a Tomé de Jesús o Alonso de Orozco. Los tres se alimentaron del humus espiritual que dio origen a la Recolección y todos ellos dejaron importantes enseñanzas espirituales, con las que a los recoletos nos resulta fácil sintonizar. Creo que ganaríamos bastante si les prestáramos un poco más de atención.

Entre los escritos y figuras espirituales de la Recolección, yo destacaría a los dos primeros mártires del Japón, Francisco de Jesús y Vicente de San Antonio; y también a Andrés de San Nicolás, Agustín de San Ildefonso, Ezequiel Moreno y Jenaro Fernández. Los beatos Francisco y Vicente ofrecieron a Cristo el supremo homenaje de su amor en un ambiente de alegría cristiana, de unión fraterna y de comunión eclesial que confieren a su testimonio perenne vitalidad. Andrés de San Nicolás y Agustín de San Ildefonso son quizá los mejores transmisores de la herencia espiritual de la primitiva Recolección, mientras que Ezequiel Moreno y Jenaro Fernández supieron encarnar sus valores fundamentales en tiempos cercanos a los nuestros.

También el rico legado espiritual de las agustinas recoletas está pidiendo una mayor atención. Entre ellas nunca han faltado almas selectas y no pocas de ellas confiaron a la imprenta sus experiencias oracionales. La primera es, sin duda, la madre fundadora, Mariana de San José, en quien tenemos los recoletos un modelo de santidad y una maestra de oración. A su lado se santificaron varias religiosas de las que también poseemos documentación de primera mano. Baste citar a Isabel de la Cruz, confidente de la venerable Luisa de Carvajal en los años de su juventud y desde 1604 compañera inseparable de la madre Mariana; y a Inés de la Encarnación, heroína de la caridad y mujer de gran poder de persuasión, que nos dejó un precioso relato de los dones con que Dios fue jalonando su vida.

También tenemos relatos autobiográficos de Isabel de Jesús (1584-1648), la humilde pastora de Navalcán (Toledo, España), que antes y después de entrar en el convento de Arenas de San Pedro (Ávila), vivió en continua comunicación con Dios; de su sobrina Isabel de la Madre de Dios, cuyo proceso de beatificación se clausura estos días en su fase diocesana; de Antonia de Jesús, la fundadora de los conventos andaluces; de María de San José (1656-1719), una de las fundadoras de los conventos mexicanos de Puebla y Oaxaca, de cuya amplísima autobiografía se han publicado últimamente algunos extractos, y otras varias que omito por no alargar demasiado esta lista.

Hago una excepción con dos religiosas casi contemporáneas nuestras: la venerable Mónica de Jesús, cuyo proceso de beatificación está muy adelantado, y la madre Guadalupe Vadillo, la gran restauradora de la recolección femenina en México. Los escritos de ambas son ricos en experiencias oracionales y enseñanzas espirituales.



En sus primeras décadas las principales devociones de los frailes fueron la eucaristía, la cruz de Cristo y la Virgen María.
P.- ¿Cuáles son las devociones principales en la Orden?
En sus primeras décadas las principales devociones de los frailes fueron la eucaristía, la cruz de Cristo y la Virgen María, a las que en la segunda mitad del siglo XVII se añadió la devoción a san José.

La piedad eucarística se manifestaba en la celebración diaria de la eucaristía conventual y de las misas privadas de todos los sacerdotes, así como en la comunión extraordinariamente frecuente de los religiosos no sacerdotes –unos 130 días al año-. También la devoción a la pasión de Cristo arraigó profundamente en los claustros recoletos. La cruz de Cristo era el tema ordinario de su meditación matutina, presidía la desnudez de sus celdas y la mayoría de las salas comunes.

La Forma de vivir no dedica palabra alguna a María y, por tanto, deja intacta la legislación general de la Orden agustina. De ello cabría deducir que las comunidades recoletas se contentaron con las prácticas marianas comunes en ella. Sin embargo, no fue ésa la realidad. Su clara tendencia contemplativa les movió a incrementar la frecuencia de algunas devociones tradicionales y a introducir otras nuevas. El mismo día de la profesión todos los religiosos se consagraban a María y le prometían perpetuo vasallaje.

Desde 1602 todas las comunidades cantaban la misa sabatina en honor de la Virgen, y hacia 1630 comenzaron a entonar todos los sábados la Salve, que el capítulo de 1660 extendió a las nueve principales fiestas de la Virgen. Dieron mayor realce a la fiesta de la Inmaculada, convirtiéndola en día de comunión obligatoria. Poco después comenzaron a rezar su oficio «todos los sábados, excepto los de adviento y cuaresma, vigilias, cuatro témporas y los que estuvieren impedidos con fiestas de nueve lecciones».

Las constituciones de 1912 añadieron la recitación diaria del rosario, y las de 1928, el ejercicio mensual de los cuartos domingos en honor de la Consolación. Ninguna de las dos prácticas era nueva en la Orden, pero sólo en las fechas indicadas ingresaron en su cuerpo constitucional. Otro síntoma de su fervor mariano lo encontramos en los numerosos conventos que se acogieron al patronato de la Virgen.

Durante los siglos XVII, XVIII y XIX, la Orden no manifestó mayor interés por difundir los títulos marianos propios de la Orden, como podían ser la Virgen de Gracia, Nuestra Señora de la Consolación o la Virgen del Buen Consejo. La mayoría de las comunidades prefirió cultivar la devoción a imágenes o advocaciones marianas asociadas a su propia historia particular o a las regiones en que estaban enclavadas.

En España las advocaciones marianas más comunes fueron las de Copacabana, el Pilar y el Niño Perdido. En Filipinas la advocación preferida fue siempre la Virgen del Carmen. En Colombia reinó y continúa reinando la Virgen de la Candelaria. En el siglo XIX se hizo un hueco en el corazón de muchos religiosos la devoción a la Virgen del Camino, la patrona de Monteagudo, que durante decenios fue el único noviciado de la Orden. Se podrían recordar otras advocaciones y manifestaciones de fervor mariano, pero lo dicho basta para entrever el fervor mariano que siempre ha acompañado a los recoletos.

El culto litúrgico a san José se añadió muy tardíamente en la Iglesia occidental, que sólo en el siglo XV introdujo su memoria en el misal (1479) y en el breviario (1499) y todavía esperó más de un siglo para declararla fiesta de precepto (1621). El principal propagador de la piedad josefina entre nosotros fue el padre Gabriel de la Concepción. Durante su generalato (1630-34) introdujo el canto del Joseph todos los sábados del año; tras la poda del año 1968, ésta es hoy la única reliquia del antiguo culto de la Orden al santo. Hacia 1650 la Orden añadió su conmemoración en la misa sabatina en honor de la Virgen y comenzó a celebrar con solemnidad la fiesta del 19 de marzo.

Entre los santos de la Orden, los más venerados han sido san Agustín, santa Mónica, san Nicolás de Tolentino y, en los últimos tiempos, santa Rita.

Gran parte de todas estas devociones pertenece ya al pasado. El capítulo general de 1968, en su afán de «racionalizar» la vida de piedad de la Orden liberándola del lastre acumulado a lo largo de los siglos, hundió demasiado el bisturí y se olvidó de las razones del corazón, dejándola un tanto a la intemperie.



El simple hecho de ser una Orden aprobada por la Iglesia nos asegura de que es un camino apto para alcanzar la santidad.
P.- ¿Es posible ser santo siendo agustino recoleto? ¿Cómo?
R.- El simple hecho de ser una Orden aprobada por la Iglesia nos asegura de que es un camino apto para alcanzar la santidad. Y la historia nos confirma en esa creencia. En todos los siglos, pero de modo especial en el primero, ha habido agustinos recoletos que han seguido de cerca a Jesucristo y han servido heroicamente a los hombres, predicando el evangelio y tratando de aliviar su vida a su paso por este mundo.

Ha habido centenares de mártires, desde Miguel de la Madre de Dios, protomártir de las misiones filipinas (1606), hasta la comunidad de Motril casi al completo en 1936 y los cinco religiosos chinos víctimas, entre 1958 y 1989, del hambre, del frío y de los trabajos forzados en la China de Mao, pasando por los mártires del Japón y Urabá (Colombia) en 1632.

Otros consagraron su vida al servicio de los leprosos, como Simeón Díaz (1896-1980), que convivió más de medio siglo con los internados en la isla Providencia, en Maracaibo (Venezuela); otros no dudaron en sacrificar su vida para salvar la de sus fieles, como Jesús Pardo en Lábrea (1955) o Román Echavarri en Marajó (1981); otros se santificaron en la cátedra y en la formación de los jóvenes religiosos, como Juan Gascón en Monteagudo y Marcilla († 1884) y Eugenio Cantera († 1956) en Monachil; o en el ministerio parroquial, como Juan Pérez de Santa Lucía († 1864) y Melchor Ardanaz († 1921) en Filipinas, Pedro San Vicente († 1915) y Luis Goñi († 1951) en Venezuela o Santos Ramírez en Brasil († 1934); otros, en fin, como Juan de la Magdalena († 1657) y Santiago Fernández Melgar († 1784), alcanzaron las cumbres de la contemplación entre los quehaceres domésticos.

Una cierta incuria en el cultivo de lo propio, la situación anómala de la comunidad durante el siglo XIX y las limitaciones jurídicas que arrastramos hasta 1912, no favorecieron la apertura de procesos que apuraran la santidad de nuestros hermanos. Todos estos factores han privado a la Orden de ver en los altares a algunos de sus hijos.

A mediados del siglo XIX fueron beatificados Francisco de Jesús y Vicente de San Antonio y, ya en el siglo XX, hemos asistido a la glorificación de los otros dos mártires del Japón y de los siete de Motril (Granada, España). Y, sobre todo, se ha realizado el sueño de ver en los altares al padre Ezequiel Moreno, un religioso que encarnó en grado heroico los aspectos fundamentales de la vida agustino-recoleta en las tres naciones en las que entonces estaba presente la Orden (Filipinas, España y Colombia) y en funciones tan diversas como las misiones, la formación, el gobierno y la responsabilidad episcopal.

Actualmente la Orden espera la glorificación de cuatro hijos suyos. Son cuatro religiosos de carácter y biografía muy diversos. Ignacio Martínez († 1942) se santificó en las soledades inmensas de Lábrea (Amazonas, Brasil), dedicado en cuerpo y alma a la evangelización de sus pobres y escasos habitantes, muriendo solo, sin la compañía de un hermano que cerrara sus ojos y elevara al Señor una plegaria por su alma. Mariano Gazpio († 1989) se adentró por los caminos de la santidad en las misiones de China y prosiguió con paso expedito en los claustros de Monteagudo y Marcilla. Alfonso Gallegos († 1991) la alcanzó entre la juventud violenta y desorientada de las barriadas de Los Ángeles, en Estados Unidos; y Jenaro Fernández († 1972), entre papelotes de archivo, al lado de los enfermos y pobres de los barrios bajos de Roma y tramitando expedientes o redactando votos para las congregaciones romanas. Los agustinos recoletos, pues, al igual que todos los cristianos pueden santificarse en cualquier parte del mundo y desempeñando cualquier clase de trabajo. La clave está, como siempre, en el amor que mueve su vida, en la abnegación de sí mismo y en la apertura a la voz de Dios y al grito de los hermanos.

Si preguntas por un patrón o un estilo de santidad que quepa considerar como más propio de nuestra tradición, temo defraudarte. Dudo de que exista. Quizá existan algunos rasgos que no faltan en ninguno de nuestros santos. Son el silencio, la sencillez, la humildad y el cumplimiento fiel y callado de sus deberes comunitarios y pastorales. La humildad salta a la vista incluso en religiosos que nadie ha pensado en elevar a los altares, pero que el pueblo y los religiosos que convivieron con ellos siempre tuvieron por santos. Los ya recordados Pedro San Vicente y Santos Ramírez son dos buenos ejemplos.

La historia ciertamente nos da luz para conocer mejor la espiritualidad agustino-recoleta y suscita en nosotros la inquietud para hacer hoy también propuestas de vida y santidad que nos impulsen a la contemplación, a la comunión fraterna y a la misión evangelizadora.

Padre Ángel, esperamos hacerle pronto más preguntas. Gracias por su trabajo al servicio de la Orden y por su disponibilidad a colaborar con el portal de la Orden: www.agustinosrecoletos.com/

Datos biográficos | Ángel Martínez Cuesta

Nació en Brullés (Burgos, España) el 26 de septiembre de 1938. Desde 1949 a 1956 cursó los estudios secundarios en los seminarios que entonces los agustinos recoletos regentaban en Lodosa (Navarra) y Fuenterrabía (Guipúzcoa). Hizo el noviciado en Monteagudo (Navarra) e hizo la profesión simple el 14 de septiembre de 1957. Realizó los estudios teológicos en la casa de formación de Marcilla (Navarra), donde fue ordenado sacerdote el 29 de septiembre de 1961.

Después de estar un año en Manila (Filipinas), en 1962 comenzó los estudios de Historia Eclesiástica en la Universidad Gregoriana de Roma, donde obtuvo la licencia (1964) y el doctorado (1972) con una tesis sobre la historia socio-religiosa de la isla filipina de Negros; tesis que fue premiado con la medalla de oro de la Universidad.

Desde 1962 reside en Roma, dedicado a la investigación sobre la historia y espiritualidad de la Orden. Durante más de cuarenta años ha cuidado del Archivo General de la Orden y durante tres décadas ha dirigido el Instituto Histórico de la Orden. En 1978 fundó la revista Recollectio, de la que es director.

Entre sus obras, además de la tesis doctoral publicada en inglés en 1980, cabe destacar la biografía del entonces beato Ezequiel Moreno, El Camino del deber (1975); el primer volumen de la Historia de los Agustinos Recoletos (1995); la edición en cuatro volúmenes del Epistolario de san Ezequiel Moreno (2006); la biografía en italiano y español del padre Jenaro Fernández, Se non sono santo, per cosa voglio la vita? (2008); la redacción de numerosas voces para el Dizionario degli Istituti di Perfezione (1974-2002) y frecuentes contribuciones en revistas de ciencias eclesiásticas, especialmente Recollectio. Actualmente está preparando el segundo volumen de la Historia de los Agustinos Recoletos.

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