Una de las fiestas paganas más importantes en los primeros siglos de la cristiandad era la del Sol invictus, una celebración que se hacía del 24 al 25 de diciembre, fiesta introducida en el calendario por el emperador Aureliano en el 274. La Iglesia católica establecerá la celebración de la Navidad precisamente en esa misma fecha para simbolizar que el verdadero sol invencible que nace es Cristo, el Dios que haciéndose hombre ha venido a salvar a los hombres.
Este elemento de la luz verdadera que nace de lo alto no estará ausente de algunos de los sermones de san Agustín predicados en la Navidad, como en el sermón 186, donde dice san Agustín, invitando a sus fieles a la alegría: “Gocémonos, hermanos; alégrense y exulten los pueblos. Este día lo ha hecho sagrado para nosotros no el sol visible, sino su creador invisible, cuando una virgen madre, de sus entrañas fecundas y en la integridad de sus miembros, trajo al mundo hecho visible por nosotros, a su creador invisible”. (s. 186, 1)
Humildad
Sin embargo uno de los elementos que aparece como una constante en los sermones de san Agustín sobre la Navidad es el de la humildad. Cristo es el Dios humilde que se despoja del honor que le corresponde como a Dios y asume la naturaleza humana, con todo lo que esto implica. Quien es soberbio no puede entrar por la puerta humilde y sencilla de Cristo encarnado: “La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad de tan gran excelsitud; de ello se mantiene alejado el corazón de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las reveló a los pequeños. Posean pues los humildes la humildad de Dios para llegar a la altura también de Dios” (s.184, 1)
La Navidad es para san Agustín la fiesta de la humildad de Cristo, del Dios cristiano que por amor se hace hombre que quiso en su anonadamiento, ser llevado por las manos de una mujer, ser amamantado por sus pechos, y colocado en un humilde pesebre: “La verdad que contiene al mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada por las manos de una mujer. La verdad que alimenta de forma incorruptible la bienaventuranza de los ángeles ha brotado de la tierra para ser amamantada por unos pechos de carne. La verdad a la que no le basta el cielo, ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre” (s. 185, 1)
Pero para poder percibir la grandeza del misterio de la Navidad es preciso contemplarlo como un misterio fundamentalmente de amor. Dios ama tanto al hombre que asume su naturaleza humana. El día eterno de Dios se acercó al del hombre. Por ello el creyente es llamado a alabar a Dios, a darle infinitas gracias y a corresponder con su amor: “¡Qué alabanzas proclamaremos, pues al amor de Dios! ¡Cuántas gracias hemos de darle! Tanto nos amó que por nosotros fue hecho en el tiempo aquel por quien fueron hechos los tiempos (…) tanto nos amó que se hizo hombre el que hizo al hombre (…) (s. 188, 2).
La madre
Y el segundo elemento que destaca como una constante, entre otros muchos –como es el importantísimo papel de María, sus sermones de Navidad desarrollan una rica Mariología- es el del gozo y la alegría. San Agustín no deja de invitar a sus fieles a la alegría: “Celebremos pues con gozo el día en que María dio a luz al Salvador” (…) (s. 188, 4); “celebremos con alegría la llegada de nuestra salvación y redención (s. 185, 2); “Regocíjese, pues, el mundo en las personas de los creyentes, por cuya salvación vino el Salvador al mundo (…) caminemos en su luz, exultemos y gocémonos en él” (s. 187, 4)
Exultemos pues todos en la fiesta de la Navidad, pues Cristo es redentor y salvador de todos: “Exultad los débiles y los enfermos: ha nacido el salvador. Exultad cautivos: ha nacido el redentor. Exultad siervos: ha nacido el Señor; Exultad hombres libres: ha nacido el libertador. Exultad todos los cristianos: ha nacido Cristo” (s. 184, 2)