Son varias las noticias recientes relacionadas con santa Magdalena de Nagasaki. No tanto con su persona cuanto con el ambiente en el que ella vivió y con la cristiandad japonesa de la que nuestra Santa es representante destacada.
Las cuevas de Nagasaki
El pasado 11 de enero, el diario de la Santa Sede L’Osservatore Romano daba cuenta de cómo, en el área de la ciudad de Taketa se acababan de descubrir cinco grutas que sirvieron como capillas durante la persecución japonesa. La ciudad de Taketa está en el entorno de Nagasaki y Yokinoura, lugar este último donde fueron capturados los beatos Francisco de Jesús y Vicente de San Antonio como resultado de una operación militar que peinó e hizo arder los montes de la zona durante seis días.
Las grutas de que habla el diario de la Santa Sede no son las únicas, ni Taketa el único lugar donde hay cuevas. En esta localidad se han conservado mejor debido a la conformación de su roca volcánica, que la hace muy resistente. Además, en sus alrededores se viene llevando a cabo desde hace tres años una labor de búsqueda sistemática que ha localizado ya ocho cuevas, aunque se cree que su censo total podría sobrepasar el centenar. Pero también se sabe que existen cuevas desparramadas en otros muchos lugares de los montes en torno a Nagasaki.
No siempre son cuevas hechas por la mano del hombre; muchas son naturales. Suelen ser de dimensiones reducidas, pero también hay otras suficientemente espaciosas como para permitir reuniones de 20 ó 30 personas. Podría hablarse de todo un tejido de catacumbas, con sus capillas o templos, por lo general próximos a torrentes o arroyos. Aquí se reunían los cristianos para la celebración de los sacramentos.
Seguramente no sabremos nunca en cuál de estas cuevas pudo vivir santa Magdalena, ni cuántas o cuáles llego a visitar. Muy posiblemente ejerció su ministerio de catequista en algunos de estos “templos” naturales en medio de los montes. Y bautizó a los catecúmenos en alguna de aquellas corrientes de agua. Nunca podremos ubicar al detalle los pasos de nuestra Santa, pero este fue su hábitat de vida y de fe los últimos seis años de su vida, de 1628 a 1634.
“Kakure kirishitan”
El pasado 17 de septiembre, el Gobierno japonés decidía presentar a la Unesco, como obras maestras del patrimonio artístico de la Humanidad, la candidatura formal de lo que denomina “Grupo de iglesias de Nagasaki y lugares históricos relacionados con el Cristianismo”.
El listado suma tanto iglesias como lugares hasta un total de trece sitios. Entre los lugares se encuentran los más significativos de la epopeya cristiana de los siglos XVI y XVII. Las iglesias, todas ellas construidas después de 1865, testimonian la existencia de una etapa oculta y admirable de la cristiandad japonesa: la etapa de los “cristianos ocultos” (kakure kirishitan), que duró más de dos siglos, de 1637 a 1865.
Después de la matanza de Shimabara (1637), en que el cristianismo nipón se dio por erradicado, Japón cerró sus puertas a Occidente hasta mediados del siglo XIX. El día 17 de marzo de 1865, uno de los primeros misioneros, el padre Bernard Petitjean, de las Misiones Extranjeras de París, recibió la visita de un grupo de personas que le hizo un examen consistente en tres preguntas: si él era célibe, si prestaba obediencia al Papa de Roma y si en su templo se rendía culto a la Virgen María. Al recibir respuestas afirmativas, Yuri, la portavoz del grupo, concluyó: —Nosotros y usted, padre, somos un solo corazón. Y Petitjean descubrió con asombro que en Japón existía una Iglesia oculta que continuaba la del siglo XVI. Es lo que un maravillado Pío XI denominó “el milagro de Oriente”.
El actual arzobispo de Nagasaki, monseñor Joseph Takami, desciende de aquellos criptocristianos. Él es uno de los principales promotores de la candidatura de las iglesias de Nagasaki a la declaración de Patrimonio de la Humanidad. Y, junto con los otros obispos de la Conferencia Episcopal de Japón, prepara para 2015 el 150º Aniversario del descubrimiento de la kakure kirishitan.
A pesar de las apariencias, el mundo de santa Magdalena no llegó a desvanecerse. Se ha perpetuado y reaparece de modo providencial y maravilloso. Su testimonio nos llega en los recuerdos de la persecución y la clandestinidad; en los templos y monumentos posteriores, que honran su memoria; en los reconocimientos y fastos que se preparan para un futuro inmediato.