Igual que se buscan los restos de Cervantes por las iglesias del viejo Madrid, también se desentierran la memoria y los escritos de ilustres contemporáneos suyos. Ocurría el jueves 14 de mayo en el templo del Real Monasterio de la Encarnación, junto al Palacio Real de Madrid. Después de casi cuatro siglos, se presentaban las Obras de Mariana de San José, conocida en la historia como “la Priora de la Encarnación” y muerta allí en olor de multitudes en 1638.
Asistentes
Presidía el cardenal Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española. Junto a él se encontraba el obispo de Tarazona, Eusebio Hernández, agustino recoleto. No podían faltar el prior general de la Orden, Miguel Miró, y sor Eva María Óiz Ezcurra, presidenta de la Federación agustino-recoleta de España, promotora de la edición.
Entre los asistentes, en lugar de honor, se contaban dos exgenerales de la Orden, José Javier Pipaón y Javier Guerra, la superiora general de las Misioneras Agustinas Recoletas, Myrian Neira, y varios provinciales de España, tanto de los agustinos como de los agustinos recoletos.
También en lugar de honor, aunque oculto, en el coro alto, seguía con emoción el desarrollo del acto una veintena de monjas agustinas recoletas. A la comunidad propia de la Encarnación, con su priora Visitación Arroqui a la cabeza, se habían unido tres de las madres del Consejo Federal y varias hermanas venidas del monasterio madrileño de Santa Isabel y del de Palencia, cuarto convento de los fundados por Mariana.
No faltaban algunos representantes del mundo civil, como la Delegada de Patrimonio Nacional, a que pertenece este Real Monasterio, y el Director de publicaciones de la Biblioteca de Autores Cristianos, editora del volumen.
Buena parte del público que ocupaba expectante los asientos de la iglesia eran religiosos de los 14 ministerios agustinos recoletos del entorno de Madrid y jóvenes agustinos recoletos procedentes del Centro San Agustín de Las Rozas, en las inmediaciones de la Capital. A ellos se había sumado un puñado de misioneras agustinas recoletas, hermanos de las varias fraternidades seglares de la zona, fieles de sus parroquias y amigos de la Orden y de la Encarnación en general.
Programa a dos voces
Tras un saludo de acogida por parte de Pablo Panedas, presidente del Secretariado General de Espiritualidad de la Orden, a modo de oración inicial se escuchó la primera de las composiciones de la madre Mariana. El programa sería un alternarse de su palabra revivida y las intervenciones de los presentes en el templo.
A la oración inicial siguieron un total de cinco saludos. El primero en tomar la palabra fue el Cardenal Blázquez. El Arzobispo de Valladolid insistió en el valor del volumen publicado, que repetidamente adjetivó como “monumental” y del que dijo ser “un trabajo ímprobo, paciente, de mucho tiempo y cuidadoso”. Más tarde, enmarcándolo ya en el contexto del Año de la Vida Consagrada, lo calificaría también de “cimiento de cara al futuro”. Para concluir estableciendo un paralelismo entre Mariana de San José y santa Teresa de Jesús; paralelismo que comprimió en un dato y una frase: “En Alba de Tormes murió una estrella y en Alba de Tormes nació otra estrella”.
Por su parte, monseñor Eusebio Hernández hizo hincapié en la importancia del deseo, que constituye la fibra íntima de Mariana. E insistió sobre su actualidad, por ser una gran “pedagoga del deseo”, que responde a lo que Benedicto XVI reclamaba: “Sería muy útil promover una especie de pedagogía del deseo”.
Fray Miguel Miró se refirió a las misericordias del Señor en la madre Mariana, según ella misma confiesa. Y agradeció a la Fundadora, lo mismo que a sus hijas, lo que significan para la Orden. “Las hermanas contemplativas, dijo, son el corazón de la Recolección y son corazón en la Iglesia”
Habló luego sor Eva, la presidenta de la Federación española, que resaltó muy positivamente la coincidencia con el Año de la Vida Consagrada: “Nunca habríamos imaginado, dijo, contexto más conveniente y oportuno”. Y, en fin, el último saludo llegó desde México a través de un vídeo en el que sor Rosa María Mora Correa, presidenta de la Federación de aquel país se adhería al acto en nombre de las casi trescientas monjas mexicanas.
El contrapunto a estas intervenciones de los miembros de la presidencia lo puso de nuevo la palabra de Mariana, ennoblecida por el canto. Lo mismo que en la oración inicial, el encargado de cantar los textos de la Madre fue el barítono José Bernardo Álvarez, acompañado al órgano por el maestro de capilla de El Escorial, el agustino Pedro Alberto Sánchez. Ambos ejecutaban melodías compuestas por Isidro Gambarte, compositor español afincado en Alemania.
Si el objeto que motivaba el acto era el volumen de las Obras completas, la intervención central había de ser la de su editor, el agustino recoleto Jesús Diez Rastrilla. El título de su exposición era escueto y sugerente: “El rostro de la madre Mariana”. En 20 minutos supo desplegar toda la gama cromática del tema, para concluir: “Encomiendo yo el encuentro con este rostro a la lectura directa de sus escritos que favorece sin duda el libro que ahora presentamos”.
Volvió de nuevo, ya por última vez, la voz cuajada de emociones místicos de Mariana. Esta vez el cantor era cantautor, José Manuel González Durán, agustino recoleto. Él también había puesto música a las palabras de la Madre, como uno más de los hitos de “Descalzos”, su proyecto musical para el Año de la Vida Consagrada. En la Encarnación, Durán presentó cuatro de los poemas espirituales de la Madre.
Invitados a su casa
El acto se cerraba con un recorrido por las estancias de la planta baja del monasterio que Mariana fundó, donde ella fue priora 22 años, murió y está enterrada. Allí se había dispuesto una amplia exposición de carteles y fotografías referentes a la vida de la Madre y al carisma contemplativo de las agustinas recoletas.
Los asistentes pudieron recorrer las sacristías, el coro y la riquísima sala relicario, donde se guarda la milagrosa reliquia de san Pantaleón. Admiraron algunos de los objetos personales de la Fundadora. Tuvieron la oportunidad de rezar ante su sepulcro, pidiendo su pronta beatificación. Y, en fin, pudieron saborear la tranquilidad del claustro conventual y rastrear allí su presencia, lo mismo que en otras dependencias del Real Monasterio.