La Familia Agustino-Recoleta y su ONGD Haren Alde, bajo la coordinación de la Comisión de Apostolado Social de la Orden de Agustinos Recoletos y de su red solidaria internacional ARCORES, ha visitado uno de los poblados de la misión de Chota que más ha sufrido las inundaciones de El Niño. Toda la Familia Agustino-Recoleta está llamada a colaborar para ayudar a las muchas víctimas de esta emergencia nacional en el Perú.
“Suerte que el derrumbe se fue para la derecha y para la izquierda. Si hubiese venido de frente, nos cargaba”, dice festejando a la buena suerte Nelson, miembro de una de las ocho familias que viven en Los Porongos, dentro del distrito de San Juan de Licupis, uno de los menos poblados de la misión de los Agustinos Recoletos en Chota, Cajamarca, Perú.
El “Niño costero”, fenómeno climático que produce fuertes lluvias en tromba, se ensañó con el departamento de Arequipa, Piura y La Libertad. Chiclayo y Cajamarca, donde trabaja la Familia Agustino-Recoleta, también recibieron las húmedas rabietas. El pequeño distrito de San Juan de Licupis, entre los más pobres, más aislados y menos habitados de la provincia de Chota, sufrió de manera especial las consecuencias.
Las noches del terror del 25 y 26 de marzo
Las noches del 25 y 26 de marzo de 2017 se guardarán en la memoria de los campesinos de Los Porongos como noches de terror. Esa lluvia, compañera frecuente y visitante esperada de todos los marzos, este año jugaría una muy mala mala pasada.
Reina Carrasco lo resume en una frase: “Daba miedo, parecía que el agua se venía sobre nosotros. Estábamos asustados. No sabíamos qué hacer”. El pánico de las pocas familias que habitan este caserío es más creíble cuando se miran las montañas escarpadas que resguardan el pueblo. Se trata de gigantes verdes cortados violentamente por agresivas quebradas que marcan su territorio con ímpetu.
Para agravar la escena de terror, está la oscuridad, mucho mayor en una noche así cuando llueve, truena y relampaguea. El cielo serrano, amigo de poetas y soñadores, se convierte en enemigo traidor y peligroso.
Las lluvias se habían hecho cada vez más fuertes, en un ritmo creciente que venía a durar más de un mes. Sin embargo, aquellas dos fueron las noches más terribles de sus vidas.
Al llegar a Los Porongos encontramos poco menos de una docena de casitas sencillas de adobe, techadas con calaminas viejas y oxidadas. No es un pueblo como cualquier otro: no hay plaza, ni escuela, ni iglesia. Abundan los animales domésticos y las aves de corral: los pavos y pollos caminan libres, como soberanos de esa tierra.
El camino lleva directamente sobre una quebrada. Ahora está seca, pero presenta zanjas profundas y una variada recopilación de piedras de todos los colores, formas y tamaños. Indudablemente, son las pruebas de aquella terrible noche.
Pasada la quebrada, y cerrando la curva natural de la calle, vemos un brioso burro atado a una casa igual a las otras: adobe, calaminas y puertas, algunas de madera y otras de metal. Las puertas, como las calaminas, también están oxidadas. No obstante, el corredor de esta casa está bien protegido por una barrera de carrizos uniformemente atados, puestos para resguardar la intimidad de la familia.
Alrededor del burro atado, una pandilla de niños juguetones. Nada más vernos, suspenden sus juegos y activan su curiosidad al máximo. Son pequeños y fisgones. Tal vez ya se han acostumbrado a las visitas inesperadas de este tiempo. Gente, como nosotros, que vienen a sacar fotos y a bombardearles con preguntas y a llenarles de promesas.
¿Aquí es Los Porongos?
¡Buenas tardes! ¿Aquí es Los Porongos?, digo levantando la voz. Una señora de ojos vivos y ágiles nos dice: “¡Lléguste! ¡Lleguste!”, en señal de hospitalidad. Junto a ella hay otras cuatro mujeres jóvenes que se mezclan con los niños y un pequeño becerro amarrado al cerco. Una de ellas no deja de peinarse con un enorme peine rosado y nos dice: “Buenas tardes. Sí, aquí es Los Porongos. ¿Qué buscan?” Lejos de responderle, más bien, le preguntamos por los daños que han causado las lluvias y por el huayco, la avalancha.
De pronto sale del interior de la casa, una mujer más adulta, con un celular en la mano, y nos señala hacia la quebrada. Parece que es la matriarca de esta familia. Mientras los niños nos miran risueños y las mujeres callan, aprovecho y saco algunas fotos al pueblo y de ellas mismas. Pero pronto dejo de seguir disparando, porque se terminaron las casas.
El pueblo es realmente pequeño. Después, las mujeres y los niños nos confirman con locuacidad los datos que habíamos recogido antes. Y nos indican, con la mano, el sendero para llegar al huayco.
En tanto dirigimos nuestros pasos hacia la zona del desastre, la mujer mayor se pone a hablar por teléfono, casi gritando. Les dejamos atrás. Seguimos el camino hacia arriba. La senda está desfigurada. Los profundos cortes en la tierra tienen algo de espantoso.
Lo que el huayco se llevó
Miramos más arriba y vemos una casa pequeña, solitaria, apartada. A su alrededor hay piedras y grietas enormes, suponemos que por el huayco. Acertamos. A 30 metros sale de otra casa rodeada por pollos y pavos un señor con pantalón marrón y camiseta granate.
Cayetano Arcila, ya con sus años, nos saluda amablemente, masticando un poco de comida que había guardado en la boca antes de salir. Suponemos que estaba cenando, porque aquí se duerme temprano. Hay más personas en su casa, más baja que las otras. Y también la cerca está hecha con un poco de carrizo. Le saludamos y le decimos el porqué de nuestra visita.
Él nos describe con viva emoción lo ocurrido. Para acompañar el relato, abre exageradamente sus ojos y estira elásticamente las arrugas de su rostro curtido. Finalmente, concluye su relato: “Nunca hemos visto una lluvia así”. Y eso que siempre ha llovido en la zona y nunca han estado en apuros. Jamás se han quejado por las lluvias, más bien son una bendición.
Cayetano relata cómo la pared de atrás del edificio que funcionaba de modo provisional como escuela infantil quedó destruida: “La avalancha de lodo, piedras, agua y palos la derribaron y se llevaron el escaso material didáctico con el que contaba la profesora para entretener a los nueve niños que asistían todos los días. Se lo ha llevado todo, incluyendo el mobiliario. No ha quedado nada”.
Cuando el huayco bajó del cerro Panza negra se bifurcó en dos en forma de Y invertida. Por el lado izquierdo arrasó la pampa donde estaba el campo de futbol. Después siguió por la pendiente y se llevó el edificio en construcción de la nueva escuela infantil Luceritos de amor, un local de tres ambientes que tanto querían en Los Porongos para sus niños.
Nelson Salazar pide a las autoridades la reconstrucción del jardín de infancia: “Devuelvan esa alegría a nuestros niños. Ellos vivían tranquilos, jugando, divirtiéndose. Aprendían lo que su animadora les enseñaba. Ahora nuestros niños tienen lágrimas en sus ojos”. Cuando el huayco se lo llevó ni siquiera estaba terminado porque, como siempre, las autoridades, tardaron con los materiales para el techo.
El huayco siguió en su carrera veloz y se llevó la pared del local provisional de la escuela infantil y, finalmente, despareció quebrada abajo.
Mientras saco fotos se enciende la conversación y se suma a ella Reina, la esposa de Cayetano, que emocionada nos regala naranjas y nos ofrece una alfombra para sentarnos. Siempre la gente de esta parte del Perú es generosa. Lo llevan en sus venas. Te dan hasta lo que no tienen.
Dice que por temor los vecinos de Los Porongos durante esa noche y las siguientes se juntaron para dormir en dos casas: “La lluvia bramaba y los truenos y relámpagos nos asustaban. Las lluvias eran de noche. Y parecía que venían para acá”, nos dice señalando su casa.
Los pavos no paran de gritar. El macho no deja de alardear y de vigilar a sus hembras. Acompañados por esta buena gente, decidimos llegar hasta los restos del huayco: un enorme depósito de piedras, arbustos y troncos tronchados en lo que algún día fue un campo de fútbol.
Como resentidos por la maldad de la naturaleza con estos buenos campesinos, echamos un ojo a los centímetros de pared que quedaron del anhelado jardín de infancia. Aún están los cimientos y unos cuantos adobes. Encima, en un brazo del árbol que acompañaba la construcción, hay un nido de chilala, el pájaro al que los paisanos de estas tierras hasta han dedicado una canción popular.
Esta ave construye su nido de barro y es una joya de la arquitectura animal. El nido sigue entero, como ironizando con la obra de barro del hombre, destruido por la madre naturaleza. Y pensamos en la urgente reconstrucción de esta escuela infantil para que los niños de Los Porongos puedan sonreír otra vez.
COLABORA CON LA FAMILIA AGUSTINO-RECOLETA EN ESTA EMERGENCIA
Desde España se puede colaborar directamente en esta emergencia mediante la cuenta de emergencias de la ONGD Haren Alde: ES57 0075 0241 4406 0086 0510.
En Brasil, la cuenta corriente para apoyar a las víctimas de las inundaciones está en la Caixa Econômica Federal, Banco 104, Agencia 0218, CC 2184-9, Operación 003.
En otros países se puede colaborar mediante cualquier comunidad de la Familia Agustino-Recoleta cercana.
(Haren Alde)