Monseñor Óscar Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980 en El Salvador, ciudad de la que era obispo, mientras celebraba la eucaristía. Este domingo ha sido proclamado Santo. El agustino recoleto Teodoro Baztán cuenta cómo fue el encuentro que mantuvo con él dos meses antes de morir, mientras era Prior provincial de la provincia Nuestra Señora de la Consolación y los Agustinos Recoletos tenían presencia en Nicaragua
Tuve la suerte de conocerlo dos meses antes de caer abatido por las balas. Unas balas que no han sido capaces de acallar su voz ni de empequeñecer su figura. Y lo conocí precisamente ahí donde fue asesinado, en un hospital para cancerosos. Ellos, y las religiosas que los atendían, eran su familia, su hogar. El hospital, su casa. Allí oraba, estudiaba y preparaba sus homilías dominicales. Y en él recibía a todos los suyos: a los sencillos y a los pobres, a los perseguidos y a los que luchaban por una vida más humana y más justa. Me acompañó en la visita el P. Fermín Moriones, agustino recoleto y párroco.
Nuestra entrevista duró más de una hora. Hablamos de la situación del país, de la lucha del pueblo, de la Iglesia salvadoreña, del trabajo pastoral de nuestra comunidad agustino recoleta, del testimonio valiente de los cristianos, de los religiosos y sacerdotes comprometidos todos en una misma lucha por la justicia como camino de evangelización. Hablamos mucho. Pero no eran únicamente palabras, palabras más o menos bonitas o llamativas que se pueden pronunciar al margen de unos hechos. Como Jesús, pasó por la vida diciendo y haciendo el bien.
Viví con él una jornada que, para mí, fue un verdadero testimonio. Fuimos juntos, por caminos difíciles e interminables, a un pueblo perdido entre montes, para celebrar la fiesta patronal con los campesinos. Misa al aire libre con muchísima gente venida también de los alrededores. Primeras comuniones, una boda, confirmaciones… Sin un gesto de cansancio, sencillo como ellos, muy cercano a todos.
Escuchaba y anotaba todo lo que oía. Luego, el domingo, lo proclamaría a los cuatro vientos de una manera patética, pero firme y contundente. Vi a madres que se acercaban a él, llorando, para contarle su desventura y dolor por el hijo asesinado, torturado o desaparecido. Porque su voz era la voz de los pobres, la voz de los que no tenían voz. La voz de la Iglesia, la voz del Padre, la voz del Profeta. La voz que, en la homilía de su misa dominical, se escuchaba en todos los rincones del país. Y también en los cuarteles. Y en las mansiones de los mandamás. La catedral se llenaba hasta los topes para celebrar con él la Eucaristía y para escuchar su palabra. Si en el trato personal parecía tímido e introvertido, en el púlpito su figura se agigantaba y su palabra era clara, valiente, denunciadora y evangélica.
Homilías todas de más de una hora. A veces, dos y aún más, si el momento, la problemática o el tema lo exigían. Se le escuchaba con agrado, con interés. Pedía y exigía justicia. Pedía y exigía amor. Denunciaba las torturas, la explotación del pobre, la situación de hambre y de miseria, la marginación de la mayoría. Ponía en evidencia un sistema político que amparaba únicamente al poderoso, al más fuerte. Y todo ello desde el Evangelio de Jesús, con la fuerza del Espíritu, con la verdad de los hechos y con la convicción de su fe cristiana vivida hasta la raíz. Y por eso lo mataron. Por ser la conciencia y la voz de todo un pueblo.
Lo mataron porque la VERDAD no admite componendas, y a Ella la mataron primero. «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros». Son palabras de Jesús. Lo mataron por subversivo. Y era cierto. Es que no se podía esperar justicia de un sistema político injusto y opresor. Como a los Profetas y a Jesús. Por identificarse con su pueblo. Por fidelidad a Dios y al Evangelio. Pero su palabra no ha muerto con él ni tampoco la obra comenzada. La siembra ya está hecha… Un día fructificará. Tiene que ser así. Porque la sangre de los mártires es semilla de fe, de amor y de justicia.
Teodoro Baztán, agustino recoleto