El agustino recoleto Antonio Carrón escribe en este artículo sobre la vida digital y los problemas que le asolan a sus usuarios
Según las estadísticas de Naciones Unidas y de otros organismos internacionales públicos y privados, de los casi 7.600 millones de seres humanos que poblamos la tierra, más de 5.100 utilizan un teléfono móvil, más de 4.000 tienen acceso a Internet, cerca de 3.200 son usuarios activos de redes sociales y cerca de 3.000 utilizan el teléfono móvil para acceder a sus redes. Los datos en España indican que de los más de 46 millones de habitantes del país, cerca de 40 tienen acceso a Internet, más de 37 utilizan el teléfono móvil, 27 son usuarios de redes sociales y 23 utilizan el teléfono móvil para acceder a sus redes sociales. Si analizamos las estadísticas de los últimos años vemos el continuo crecimiento de la dimensión digital en nuestras vidas. Y a eso se añade la normalización que ya supone en muchos de los contextos de la vida cotidiana. A modo de ejemplo, observemos a las personas que utilizan transporte público, a las personas que están sentadas en un bar o a los que van caminando por la calle. Resulta hasta extraño ver a alguien que no tenga en sus manos el teléfono móvil o que, entre los más jóvenes, no lleve auriculares. Sin duda, nuestra vida ha cambiado, y lo que todavía no sabemos es si ha sido a mejor o a peor.
Surgen voces sobre los efectos de la vida digital en la salud, en el aprendizaje, en las relaciones de pareja o en la familia. Para los que hemos vivido en una época sin móvil y la podemos comparar con la actual, en la que no podemos renunciar a él, resulta curioso recordar cómo hacíamos antes las cosas: cómo éramos capaces de citarnos con una o con varias personas sin WhatsApp; cómo hacíamos consultas de datos y estudiábamos sin acceder a Internet; cómo escribíamos cartas en papel a familia y amigos; cómo utilizábamos las cabinas telefónicas en las calles; cómo nos divertíamos sin una pantalla delante o sin inteligencia artificial. Lo cierto es que era posible vivir en una vida que no era digital, y creo que no era mala o peor que la actual, simplemente era una vida diferente.
Pero esa vida pasó y nuestra vida actual, lo queramos o no, es una vida digital. Ya hay muchas cosas que no se pueden hacer sin acceso a Internet, sin un teléfono móvil o sin un certificado digital. Tan real puede resultar que te roben en casa o que te ‘hackeen’ una de tus contraseñas privadas, que haya ‘bullying’ contra un niño en el colegio o ‘ciberbullying’ contra ese mismo niño en las redes sociales. Como en todo, las buenas herramientas que son usadas para fines malos terminan convirtiéndose en peligrosas y muy destructivas. Y, ciertamente, la vida digital se presta mucho a ello.
En nuestra vida digital actual tenemos muchas ventajas y también inconvenientes y peligros. Hemos dejado de hacer cosas y ahora hacemos otras muchas que antes no hacíamos. No es algo que podamos comparar, no es ni mejor ni peor, sino diferente. Y, precisamente por esto, porque es algo diferente, debe haber elementos de cohesión, puntos de unión entre las diferentes realidades, entre las diferentes formas de vivir, la de antes y la de ahora. Seguimos siendo personas y, seguramente, seguimos teniendo los mismos deseos y similares preocupaciones (la de que no se nos acabe la batería del móvil o la de buscar la red wifi allá donde vayamos sí son completamente nuevas). Muchas de las preguntas profundas siguen planteándose: quién soy, de dónde vengo, a dónde voy, qué sentido tiene lo que me ocurre, por qué existe el ser y no la nada, por qué existe el mal, dónde está Dios si no lo veo… Y la vida actual, nuestra vida digital, no nos ha ofrecido nuevas respuestas, seguimos planteándonos las mismas preguntas.
Así pues, para esta vida actual, para esta vida digital, mientras no se nos ocurran otras, siguen siendo válidas las propuestas que, antes y ahora, nos dan sentido, que nos ofrecen una perspectiva de esperanza, aun después de siglos, aun después de generaciones, aun después de grandes revoluciones científicas y culturales. Qué razón tenía el autor de la Carta a los Hebreos cuando decía: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8), o san Agustín al proclamar “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva” (Conf. 10,27). Hay algo, o mejor dicho, Alguien, que siempre permanece.
Una vida digital, la vida que nos toca vivir hoy, no está reñida con la fe, ni con la esperanza, ni con el amor del Evangelio. Es más, ante el reto de la dispersión y la superficialidad de hoy, la propuesta de la espiritualidad, de una interioridad que permite llegar a lo más profundo de la persona y que se expresa a través del silencio, la reflexión, el recogimiento y el realismo, pueden ser una luz muy importante para nuestras vidas. Decía san Agustín “no quieras dispersarte fuera, entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo” (De vera rel. 39, 72). Quizás sea este mundo actual de cambio, de superficialidad, de culto a la imagen, del todo rápido, aquí y ahora… el que tenga más necesidad de aplicar estas palabras.
Antonio Carrón OAR