Una palabra amiga

Démosle la vuelta al embudo

La vocación de la pastoral vocacional se entiende ahora como un servicio de animación de “todas las vocaciones”. Se trata de velar para que quede claro que “todos tenemos vocación” y de esforzarse en presentar las diversas vocaciones como caminos de felicidad. De hecho, en la Iglesia no todos peregrinamos por el mismo camino, pero todos estamos llamados a caminar hacia la santidad. Lo cuenta en este artículo el agustino recoleto Fabián Martín

Hagamos un viaje a lo que podríamos denominar “el fogón del hogar”, a la cocina. La cocina es lugar de laboriosidad y de los detalles que expresan afecto y preparan la delicia del encuentro. De la cocina se expande el calor del hogar, en un sentido literal y en un sentido metafórico. Ahí en la calidez de la cocina y en la cordialidad de las relaciones, encontraremos dos instrumentos de trabajo que nos ayudarán a adentrarnos en una propuesta de pastoral vocacional amplia, abierta a todas las vocaciones. Estoy hablando, según contextos y culturas, del cedazo o colador o garbillo, y del embudo.

El cedazo, colador o garbillo es un instrumento muy útil para separar elementos que vienen mezclados. Su funcionamiento es muy sencillo y práctico, pues se coloca esos mismos elementos en el cedazo, coladero o garbillo, se remueve y van pasando por los orificios los elementos más pequeños que, al fin de cuentas, son los que normalmente interesa aislar. Los elementos más grandes que no consiguen pasar por los agujeros se quedan contenidos en la superficie del instrumento en cuestión. Por lo tanto, a través del cedazo, colador o garbillo se consigue separar el elemento que interesa para emplearlo como ingrediente. El embudo, en cambio, es un instrumento útil para verter líquidos de un recipiente a otro con una abertura normalmente más pequeña, evitando que se derrame.

Pues bien, en la pastoral vocacional se ha empleado durante muchos años la modalidad de cedazo, colador o garbillo. Me explico. Ante la diversidad de grupos, normalmente de niños, adolescentes y jóvenes, se empelaban medios e instrumentos para identificar aquellos que pudieran ser más cercanos o afines a una propuesta vocacional específica ya fuera para la vida religiosa o para la vida sacerdotal. Una vez identificadas las personas que tenían tal inquietud específica, se comenzaba a trabajar con ellas. Así, se invertía tiempo, recursos y esfuerzo de acompañamiento con quienes se consideraba que posiblemente ingresarían en el seminario o en la casa de formación.

No obstante, surgía la pregunta: “¿y los demás qué…?” Esta modalidad de pastoral vocacional, que fue una práctica habitual en la promoción vocacional, con el tiempo manifestó su límite. Cuando se hablaba de “vocación” se asocia el discurso inmediatamente a las vocaciones específicas, sobre todo a la vocación religiosa y a la vocación sacerdotal. Y a los que no les interesaba ni una ni la otra, desconectaban. En la nueva modalidad de la promoción de las vocaciones, los animadores vocacionales a menudo se topan con la indisposición a escuchar cualquier presentación referida a la vocación, pues la relacionan a que se les va a intentar convencer de que los chicos se vayan al seminario y las chicas, al convento. Lo cual no es así; o al menos no debiera ser así…

El esfuerzo de crear una “cultura vocacional” tiene que ver, desde mi punto de vista, con la utilidad del embudo. Me explico. Por cultura vocacional entendemos el ambiente favorable que necesita una persona para acoge con gratitud la vida, vivir el don de la fe y llegar a responder a la llamada personal que Dios le dirige. De este modo, a través de una respuesta libre y valiente a la llamada, la persona puede vivir el seguimiento de Cristo y descubrir dónde Dios la quiere y sueña, y cuál es su misión en este mundo.

Es fundamental pues, ese ambiente favorable que dinamice la búsqueda. Tal ambiente ha de estar caracterizado por la vivencia de la gratuidad, la apertura a lo trascendente, la disponibilidad, la confianza en sí mismo y en el prójimo, el afecto, la comprensión, el perdón, la responsabilidad, la capacidad de soñar, el asombro y la generosidad. Y respecto a crear este ambiente es donde considero que podríamos valernos de la imagen del embudo. En la animación de las vocaciones es necesario ensanchar lo más posible el horizonte a través del cual abrimos espacios de encuentro interpersonales que permita una vivencia real de estos valores. Lo cual hay que procurar a través experiencias concretas que calen en lo profundo de la conciencia de las personas, sobre todo de las nuevas generaciones.

Se trata, creo yo, de ampliar lo más posible espacios de encuentro, es decir, llegar a todos, siempre y en todo lugar, para ofrecerles un cause de búsqueda que, para los amigos y discípulos de Jesucristo, consiste en propiciar un encuentro vivo y sentido con Cristo. Pareciera que la estrechez del embudo puede amenazar la amplitud de la libertad. Sin embargo, se trata de canalizar y concentrar la vida y todo su potencial en un encuentro que le da una orientación decisiva. Y es precisamente en ese encuentro con Cristo que se abren las opciones, los caminos, la belleza de las distintas vocaciones.

La animación vocacional no consiste pues, en usar “el colador, cedazo o garbillo”, para aislar los elementos que nos interesan según nuestros propósitos u objetivos institucionales. Se trata, por el contrario de dar cause -el propio del evangelio- a la cultura de nuestro tiempo para que encuentre en Cristo el despliegue de todos sus posibilidades. Más en concreto. Se trata de ensanchar lo más posible el horizonte de encuentro con todas personas para ofrecerles un encuentro concreto con Cristo, para que él les dé a conocer la infinita medida de su amor y el camino concreto para hacerlo vida. Así pues, los animadores vocacionales son servidores de un encuentro que, más tarde o más temprano, desemboca en opciones y decisiones.

Por tanto, la pastoral de animación de la vocaciones es servidora del encuentro con Cristo, aunque desde la perspectiva del seguimiento. Y para quien se encuentra con Cristo y se determina a seguirlo es importante que conozca y reconozca la variedad de caminos en los cuales se le puede seguir; para que descubra el que Cristo le ilumina a él. El animador vocacional se hace compañero de camino de esta iluminación. Su vocación es la de sostener lo accidentado que a veces resulta dar con la concreción de esa intuición irrenunciable que se ha encendido en el interior y seduce hasta el infinito el corazón. El animador vocacional abre espacios para ayudar a reconocer la belleza, la amplitud y el encanto de la propia vocación desde el encuentro con Cristo.

Fabián Martín OAR

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