La conversión de San Agustín, que se celebra el 24 de abril, es uno de los momentos más impactantes de su vida. Se da cuenta de lo que supone Dios en su vida y dice su famoso «Tarde te amé». Así lo narra en ‘Las Confesiones’
En la infancia y adolescencia de San Agustín, Dios no estuvo presente; o más bien, Agustín no permitió que estuviera presente. Incluso rehuyó de Él. Pasó varios años alejado de la fe, como cuenta en Las Confesiones, su libro autobiográfico. No sería por su madre Mónica, quien rezaba y lloraba para que Agustín abrazara a Dios. No obstante, pasados los años, sin ver satisfecha su vida, fue encontrando en Dios el sentido de su vida.
Un día, en un jardín privado, le ocurrió algo que le despejó de toda duda. Así fue su conversión:
Mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas. Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».
Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.
Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: «Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme». Se había la punto convertido a ti con tal oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
Después entramos a ver a mi madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con sollozos y lágrimas piadosas.
Desde ese momento, San Agustín descubrió que Dios era principio y fin, sentido de toda su vida, referente y guía en su caminar. Por ello, comenzó a prepararse para su bautismo. Se retiró a Casiciaco para reflexionar y preparar su alma para comenzar a caminar con Cristo. Finalmente, durante la Vigilia Pascual del año 387, en la noche del 24 al 25 de abril, Agustín fue bautizado por san Ambrosio, obispo de Milán.
San Agustín tardó, como dice en Las Confesiones, en amar a Dios y en descubrir su infinito amor. Así lo relata:
Pues ¿dónde te encontré para conocerte —porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese—, dónde te encontré, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Óptimo ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello que de ti oyere.
¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.