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La morada de Dios con los hombres

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domingo

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 17 de mayo

La segunda lectura nos da este domingo el punto de partida desde donde podemos entender el sentido y enseñanzas de las otras dos. El pasaje procede del penúltimo capítulo del libo del Apocalipsis. El vidente ve un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía. Esa visión ¿corresponde al mundo que existirá después de que este actual se acabe, o corresponde a una nueva realidad invisible pero ya presente en este mundo a partir de la pascua de Jesús y de su victoria sobre el pecado o la muerte y que es la realidad definitiva? Me inclino a pensar que la visión no es una percepción del futuro, sino una mirada penetrante en la densidad espiritual nueva que impregna nuestro presente. La visión es una percepción privilegiada del mundo transformado por la pascua de Jesús y que es ya desde ahora la realidad definitiva. Por eso dice que lo antiguo ya pasó.

La resurrección de Cristo lleva la creación a su plenitud. La resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo han hecho que el mundo no esté solo marcado por el pecado, sino que sea también ámbito de la gracia y de la vida eterna. Aunque a los ojos carnales el mundo sigue igual que antes, a los ojos de la fe, el mundo, este mundo en que vivimos, es ámbito de salvación. El vidente nos ayuda a ver una realidad invisible en la que vivimos, un cielo nuevo y una tierra nueva, pero que no es patente a los ojos de la cara, sino que nos envuelve y nos sostiene, porque Cristo ha resucitado.

La siguiente visión lo confirma. El vidente ve a continuación que descendía del cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén, engalanada como una novia, que va a desposarse con su prometido. Y el vidente se vuelve también oyente, que escucha una gran voz que venía del cielo: Esta es la morada de Dios con los hombres; vivirá con ellos como su Dios y ellos serán su pueblo. ¿Qué es esta Jerusalén del cielo? La ciudad de Jerusalén, la antigua ciudad santa construida sobre el monte Sion, era para los israelitas y luego para los judíos, el lugar de la morada de Dios en la tierra. Allí había construido Salomón un templo para el Señor. Un templo que el rey Josías remodeló y renovó un par de siglos después; que luego fue destruido por el emperador Nabucodonosor en el año 587 a.C.; que volvió a ser reconstruido siendo gobernador Nehemías y al impulso de los profetas Zacarías y Ageo; un templo que después fue profanado por los griegos bajo el rey Antíoco Epífanes 160 años antes de Cristo; un templo que el rey Herodes había ampliado y adornado en trabajos que duraron 46 años; un templo que finalmente fue arrasado por los romanos en el año 70 después de Cristo para no ser reconstruido nunca más. Pero entre tanto, los cristianos habíamos adquirido conciencia de que la morada permanente de Dios con nosotros no era aquella ciudad tantas veces construida, destruida y reconstruida, sino la nueva Jerusalén, es decir, el mismo cielo.

¡Pero el vidente la ve bajar del cielo a la tierra! La morada de Dios con los hombres se ha hecho presente. Es como si un ámbito divino se hubiera instalado en la tierra, para que quienes entran en él comiencen a vivir con Dios, renovados de su vida pasada y ya volcados hacia la vida futura. Los cristianos que por la fe y el bautismo comenzamos a vivir en ese ámbito de gracia y verdad lo hacemos visible. Es así como se forma y aparece la Iglesia. Pues la Iglesia no surge de una decisión de los creyentes de unirnos como si fuéramos una cooperativa o un partido político. La Iglesia, en su visibilidad institucional e histórica, surge a partir de ese ámbito de gracia, de vida y verdad que se ha abierto en el mundo, que ha bajado del cielo a la tierra, para que ya desde ahora comencemos a vivir con Dios una vida nueva. La visibilidad e institucionalidad de la Iglesia se sostiene en la invisibilidad y vitalidad del Espíritu de donde surge. En la Iglesia Dios mora con su pueblo. Allí se da el perdón y la gracia, se supera la muerte y nace la esperanza. Dios les enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo ni penas ni llantos, porque todo lo antiguo terminó. Dios desde ahora hace nuevas todas las cosas.

¡Cuántas veces, quienes hemos entrado en ese ámbito de gracia no transparentamos en nuestras vidas la riqueza de santidad que se nos ha dado! ¡Cuántas veces nosotros mismos despreciamos la institucionalidad de la Iglesia sin darnos cuenta de que esa institucionalidad es la que da visibilidad al ámbito de gracia y santidad que se ha abierto en el mundo! ¡Amemos a nuestra Iglesia y dejémonos transformar por ella!

La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles narra la conclusión del llamado primer viaje misionero de Pablo y Bernabé. Fijémonos en las palabras con que exhortaban a los nuevos creyentes que poco tiempo antes habían comenzado a creer: hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios. Los exhortaban a la perseverancia frente a la adversidad segura; a la confianza en medio de la oposición y la persecución. No los engañaban con promesas de un futuro fácil aquí en este mundo. La gloria del reino de Dios está más allá de la muralla de fuego de la persecución en este mundo. Pero al tiempo que animaban y exhortaban a las comunidades, en cada una de ellas designaban presbíteros y, con oraciones y ayunos, los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Es decir, junto con la exhortación espiritual estaba la organización comunitaria. Son los inicios de la institucionalización de la iglesia cristiana, que hace visible el ámbito de la gracia abierto por Dios en el mundo.

Los discípulos de Jesús hemos recibido una norma de vida. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos. El mandamiento es nuevo, porque regula la vida de quienes viven en el mundo nuevo, ese mundo que vio el vidente del Apocalipsis. El amor es la forma de actuar que pone el interés y beneficio del otro al mismo nivel que ponemos el propio beneficio e interés. Ama a tu prójimo como a ti mismo. El amor introduce en las relaciones humanas la gratuidad que Dios ha creado en su relación con nosotros. Ese amor fue el que guió a Cristo y lo condujo a su muerte y resurrección.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán

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