Una palabra amiga

¡Es el Señor! (Jn 21, 7)

Aunque el tiempo pascual concluya, no podemos dejar de vivir con la alegría que nos infunde la resurrección de Jesús. Es la reflexión que realiza el agustino recoleto Eddy Polo en este artículo

La Iglesia lleva ya va terminando el  camino de la celebración pascual. Sin embrago, la liturgia no se cansa de proclamar: “Verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya”. Como el discípulo amado, los creyentes experimentamos el gozo de sentir a Jesús vivo y de proclamarlo como Kyrios, Señor de nuestras vidas.

No fue fácil para los discípulos entender su nueva relación con el Resucitado como una relación pascual. El paso (Pasher) de la muerte a la vida, dado por su Maestro, les compromete a dar el paso que dio Juan en el Lago de Tiberíades: reconocerlo como el Señor Resucitado.

Durante la octava de pascua, es curioso cómo las lecturas no esconden las dudas de los discípulos en la resurrección del Señor (Mc. 16, 12-13; Lc. 24, 36-42; Jn. 20, 25-29). Muchos de ellos creen estar ante un fantasma, lo que provoca la pregunta del Señor: “¿Por qué surgen dudas en su interior?” (Lc. 24, 38). La duda es siempre un mecanismo de defensa frente a lo que no se puede explicar por la razón. ¿Cómo explicar que Jesús esté vivo en medio de ellos cuando la única certeza que tienen es la imagen de su fracaso en la cruz? También hoy muchos cristianos experimentan dudas en su fe. Lo que le pasó a los discípulos, le pasa a mucha gente, que no encuentra respuesta frente al dolor, el abandono o el fracaso.

Progresivamente los discípulos van pasando de las dudas a la certeza. Ya en la tercera aparición que relata Juan en el capítulo 21, todo es tan claro como la luz del sol, pues ninguno se atrevió a preguntarle quién eres. Sencillamente lo reconocen: ¡Es el Señor! (v 12). No hay que olvidar otras certezas que van plasmando los Evangelios: el sepulcro está vacío (Jn. 20, 3-10); come pan y pescado delante de ellos (Jn. 21, 1-14); tocan sus heridas. Con estos signos, su mente se va clarificando y sus corazones quedan abrasados por la esperanza: ¡Es el Señor!

El Resucitado cambia completamente la vida de sus amigos (Jn. 15, 14): les abre el entendimiento para comprender la Escritura (Lc. 24, 32.45), les da la paz, los reúne de nuevo, les da su Espíritu, les confía el ministerio de la reconciliación (Jn. 20, 19-29), los confirma en la fe y les confía el cuidado pastoral de su Iglesia (Jn 21, 15-22). Hay una clara conciencia, en la primitiva comunidad cristiana, de la presencia de Jesús Resucitado en medio de ellos. Todo comienza a ser nuevo, esperanzador y fuerte. Nunca se les aparece de noche; siempre actuará con la luz del sol, porque Él es el sol que nace de lo alto (Lc. 1, 78).

El Señor nos ha dado luces para permanecer firmes en la certeza de la resurrección, y que además se vuelve en la señal del que va a ser su testigo: El Amor. “ámense unos a otros; como yo los he amado” (Jn13, 34-35). En sí mimo Cristo está definiendo como debe ser la vida del hombre deseoso de vivir como resucitados. Un hombre que ama, traducido en la entrega permanente de nuestro ser por los demás; desde las cosas simples hasta las complejas. Todo lo haremos desde el amor, pero desde el amor como Él nos amó.

Ya próximos a terminar este tiempo de resurrección, y por lo tanto de experiencia a vivir como hombres nuevos, llenos de esperanza y alegres, nos preparamos para recibir el aliento del Espíritu, que nos envía a seguir con fidelidad. No como simples expectantes de lo que acontece en la vida, sino como protagonistas de la constante renovación interior y búsqueda del sincero amor, que lo reflejamos en los que nos rodean y en la misma sociedad. No seríamos capaces ni siquiera de pensar en las obras grandes que Dios tiene preparado para nosotros sino es por el mismo Espíritu Santo. No nos quedemos mirando al cielo; el Señor impulsa, fortalece, ilumina para bajar la mirada en nuestro entorno y ser verdaderos constructores de la civilización encarnada en nuestros hermanos.

Aunque el tiempo litúrgico termina, no podemos dejar de vivir la vivencia continua de nuestro ser cristianos. Vivimos dispersos, jalonados por un activismo frenético que nos conduce al desánimo y al cansancio. Hacemos mucho y recogemos tan poco… Y la lista de quejas es aún más larga. Quizá esté llegando el amanecer y no hemos tomado conciencia de ello. San Juan de la Cruz señala que la noche más oscura es la que precede al alba.

Recordemos la actitud de Pedro, plasmada en este capítulo 21 del Evangelio de Juan que comentamos anteriormente. Puede ayudarnos a vivir un discipulado entusiasta y dinámico. Debemos resaltar tres actitudes: obediencia, prontitud y compromiso. El discípulo obedece al Resucitado. Sólo se es grande en la Iglesia cuando se vive en una verdadera actitud de obediencia. La autosuficiencia es el camino ancho que conduce al fracaso, a redes vacías. Pedro se lanza al agua cuando oye a Juan decir «es el Señor». La prontitud para responder ante la grandeza de nuestra vocación cristiana consiste en ser pobre de espíritu; no tener el corazón atado a nada para lanzarnos al proyecto fundamental de fe: encontrarnos con Él. Y finalmente, Pedro también se compromete a vivir un amor fiel al Resucitado, que lo lleva a apacentar a las ovejas del rebaño. La santidad, que es obediente, es el amor íntegro, sin doblez, que se traduce en fecundidad pastoral. Con Jesús la pesca es abundante, los corazones se vuelven intrépidos y arriesgados, y el día nos hace vivir en fiesta, llenos del Espíritu Santo que no nos deja callados, sino valientes y arriesgados para que el mundo crea.

Eddy Polo OAR

#UnaPalabraAmiga

X