Una palabra amiga

La seguridad de una madre

El agustino recoleto Lucilo Echazarreta habla en este artículo de las cuestiones de los jóvenes acerca de la fe, basándose en el testimonio de vida de San Agustín.

Los jóvenes, tarde o temprano, tienen con sus padres una confrontación sobre el tema de la fe: “Mamá, yo ya no creo como antes…”, “tengo ahora otras ideas sobre la religión y la vida”, “en la universidad se enseñan cosas científicas, y ahí me han demostrado que la fe es incongruente”.  Un segundo grado de este “debate filosófico” es el adelanto de propuesta: “Madre, deja de creer esas cosas y piensa científicamente, como yo…”. Pero falta el tercer acto o desenlace: ¿quién convencerá a quién?

Esta historia tuvo ya como protagonista al joven Agustín, de 18 años, frente a su madre Mónica, cristiana convencida. El joven “universitario” procedente de las aulas de Cartago, titulado en el arte de la retórica y de la manipulación dialéctica, empapado en doctrinas de la secta maniquea, oye cómo su madre le cuenta un sueño: Ella estaba de pie en el extremo de una regla, y vio cómo se le acercaba un joven risueño que le pregunta por qué lloraba. Mónica le dice que está afligida por la muerte de su hijo, es decir, porque su joven Agustín está muerto para la fe, náufrago en doctrinas erróneas. El joven angelical consoló a la madre diciéndole que en el sitio donde ella está, llegará a estar su hijo junto a ella. Y al punto vio que, de pie a su lado en la misma regla, efectivamente, junto a ella, estaba su hijo Agustín.

Tras oír el relato de su madre, el hábil retórico Agustín supo reaccionar manipulando la situación: “Así es, madre: donde yo estoy, allí estarás tú”. Como si dijera: has entendido mal la visión: tú vendrás a formar parte de mi religión, la que ahora se vive en la ciudad cosmopolita, Cartago.

Inmediatamente, con seguridad, Mónica respondió: “No me dijo que donde está él también estarás tú, sino al revés: donde estás tú, allí estará también él” (Confesiones, III,11,20).

La respuesta de esta madre segura de su fe, tuvo el efecto de un golpe de boxeador en el espíritu insolente de su hijo “universitario”. Agustín quedó “tocado” por la convicción serena de aquella mujer.  El obispo de Hipona, al narrar años después este suceso en las Confesiones, reconoce que fue no tanto el sueño que Dios le reveló a su madre, sino la firmeza y seguridad de esta mujer lo que le hizo recapacitar. Lo dice así: “Te confieso, Señor, que me impresionó tu respuesta por medio de mi avispada madre, que no se sintió alterada por mi falacia interpretativa tan sutil”. En efecto, Agustín reconoce que fue la convicción serena de su madre la que golpeó su alma.

He aquí dos corrientes universitarias que litigan en el estrecho ámbito de un hogar. La ciencia de joven estudiante que alardea de su falta de fe, y la sabiduría de la madre Mónica que cursó su vida en los claustros de la mejor universidad católica de la Iglesia. La ciencia soberbia que no produce felicidad, contra la sabiduría del “conocimiento piadoso” que es el que salva.

¿Quién vencerá?, ¿cuál será el final de este drama? Por una parte está el racionalista Agustín, “refractario a todo consejo, porque estaba infautado ante el esnobismo, de la secta maniquea” (Conf. 12, 21). Pero, en la otra parte está una gran mujer, Mónica, que, además de ser la madre de un sabio, vive en la regla de la fe, y es símbolo de la madre Iglesia.

La historia dice que Agustín aún estuvo sujeto varios años a la doctrina maniquea y a otros errores, pero el desenlace final fue su conversión definitiva. Venció la sabiduría amorosa de Mónica, venció la universidad de la Verdad. Pero, ¿de dónde aprendió Mónica?, ¿cuál fue esta universidad?  Mónica acudió a los claustros del Alma Mater más egregia de la iglesia católica: la liturgia diaria. Así de simple. Su hijo lo declara en las Confesiones: mi madre acudió cada día a la liturgia diaria en el altar del Señor, al alimento y vida. Aquella mujer que no dejaba pasar un día sin hacer su ofrenda al altar de Dios, que iba a la Iglesia sin excepción dos veces al día, mañana y tarde, para escuchar a Dios en su Palabra y para que Dios la escuchase a ella en su oración (Cf. Confesiones V, 2,15).

En el siglo XXI, también a los padres y a las madres cristianas se les invita a instruirse en la liturgia diaria para alimentarse del altar de la Verdad.  Cuando una madre de nuestros días camina sobre la regla de la fe, cuando se muestra como símbolo de la madre Iglesia, y cuando manifiesta con palabras serenas y seguras la riqueza de la vida en Dios, nuestros hijos comprenden que la fe y el amor no es algo que me puedan robar en la universidad.

Lucilo Echazarreta OAR

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