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Presentación del Señor

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 2 de febrero.

Este cuarto domingo del tiempo ordinario coincide con el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor. A diferencia de los domingos de adviento, cuaresma y pascua que prevalecen siempre frente a otras fiestas y solemnidades, los domingos del tiempo ordinario “son débiles” y ceden fácilmente a las solemnidades de la Virgen y de los santos y a las fiestas y solemnidades del Señor. Por eso, en este domingo, en vez de celebrar la misa que corresponde al cuarto domingo, celebramos la que es propia de la Presentación del Señor. El nombre ya indica dónde quiere la Iglesia que pongamos el acento; en Jesucristo y el significado de este acontecimiento para nuestra salvación.

En el relato de Lucas uno puede distinguir fácilmente dos partes. Primero, el evangelista nos dice que José y María cumplieron con los ritos previstos en la ley judía con ocasión del nacimiento de un hijo varón primogénito. La mujer debía realizar ritos de purificación ritual. Dar a luz tenía connotaciones de acto sagrado y la mujer debía cumplir ritos que le permitieran volver a la vida normal. En cambio, el hijo varón primogénito debía ser ofrecido y rescatado ante Dios, en memoria de la noche de la liberación de Egipto, cuando murieron todos los primogénitos varones egipcios y se salvaron los israelitas. Al cumplir estos ritos José y María mostraron ser gente piadosa y observante.

Pero el evangelista dedica el resto del relato, la parte más larga, a contarnos otra cosa. No se interesa en describir cómo fueron los sacrificios y oraciones que María y José hicieron en el templo, sino que cuenta la historia del encuentro que tuvieron con dos ancianos mientras entraban en el templo a cumplir los deberes de la religión. Y son estos dos encuentros manifiestan la verdadera sustancia del relato evangélico.

Primero nos narra el encuentro con Simeón. Este era un hombre piadoso, lleno de la esperanza que animaba al pueblo judío de que un día Dios le enviaría al hijo de David, el Mesías Salvador. Él aguardaba el consuelo de Israel. Es decir, Simeón había purificado su esperanza. Él no esperaba un liberador político, un líder militar, un caudillo que com-batiría a los romanos. Él esperaba un consolador en la frustración, un creador de esperanza, un guía hacia la paz. Vivía sostenido por la presencia del Espíritu Santo en su corazón, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. El día en que José y María llegaron al templo a cumplir con sus obligaciones rituales, el Espíritu Santo movió a Simeón a que llegara también al templo. De algún modo milagroso reconoció a la pareja con su Niño entre la multitud y se acercó y lo tomó en sus brazos.

Simeón eleva una plegaria de acción de gracias. Reconoce que Dios le cumplió la promesa de que vería con sus ojos mortales al Mesías y Salvador y por eso acepta que ya puede morir. “Véante mis ojos y muérame yo luego” dirá siglos después santa Teresa de Ávila, en un gran poema en que hace eco a Simeón y expresa su deseo de Dios y cómo

Jesús es lo único que vale la pena conocer en esta vida. En efecto, él es el único que es capaz de iluminar nuestra vida entenebrecida por la muerte y devaluada por nuestra implicación en hacer el mal. El pasaje de la Carta a los hebreos elegido para este día lo dice claramente: Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para destruir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda la vida. Cuando conocemos a Jesús la muerte ya no es causa de miedo y temor, pues él vino para hacer de la muerte puerta de vida y para que unidos a él también nosotros podamos atravesar la muerte y alcanzar la vida. Por eso Simeón dice con confianza que ya se puede morir. Por otra parte, el Hijo de Dios también se hizo hombre a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con los pecadores y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Que nosotros también deseemos encontrarnos con Jesús, dejarnos encontrar por Él, conocerlo y consagrarnos solo a él, pues él es el único que colma nuestra esperanza. Simeón lo llama luz que alumbra a las naciones y gloria de Israel.

José y María se admiran de estas palabras de Simeón. Pareciera que todas las maravillas que ya han vivido les dejan todavía capacidad de asombro. Pero ahora las palabras de Simeón se vuelven dramáticas. El Niño tendrá una misión de controversia. Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de los corazones. Jesús traerá una propuesta ante la que hay que tomar una decisión. Jesús no será un personaje acomodaticio a las fluctuaciones culturales; su mensaje no será un discurso al que se le pueden quitar las partes que no concuerdan con las veleidades de las costumbres. Su persona y su discurso son lo que son, y hay que tomar partido a favor o en contra. Él mismo dirá después: ¿Les parece que he venido a traer paz a la tierra? Pues les digo que no, sino más bien división (Lc 12,51). Parece que Simeón le predice a María que ni ella misma se verá libre de tener que hacer discernimiento y tomar decisiones: A ti una espada te atravesará el alma. Estas palabras son del todo pertinentes en esto tiempos, cuando algunos proponen un cristianismo que se acomoda a la modernidad tanto en el pensamiento como en las costumbres. Pero el cristianismo al principio fue una propuesta contra cultural, contra el paganismo griego y romano. No debe sorprendernos que ahora sea auténtico el cristianismo que es capaz de hacer frente al neopaganismo contemporáneo.

Hay un segundo encuentro, ahora con una mujer, también anciana. Esta es también una mujer piadosa y llena de esperanza. Llega a tiempo para escuchar lo que Simeón dice sobre el niño y de inmediato comienza a hablar del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Quien llega a conocer a Jesús no puede sino darlo a conocer a otros que aguardan que una luz ilumine sus vidas, que una esperanza oriente sus pasos, que la plenitud de Dios los llene de alegría. Que esta fiesta de hoy nos motive a poner a Jesús como meta y norte de nuestra vida, pues nadie más que él puede salvarnos, pues solo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra (Hch 4,12).

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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