El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 15 de marzo.
Cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. La prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores. Estas palabras, tomadas del final de la segunda lectura de hoy, de la carta de san Pablo a los romanos, condensan admirablemente el evangelio cristiano. En primer lugar, nos dice que hay un Dios que nos ama, que quiere nuestro bien, que nos ha creado y que quiere para nosotros, la alegría, el gozo, la plenitud. Es un Dios que nos sigue amando a pesar de que le hemos dado la espalda, a pesar de que con nuestras acciones hemos procurado nuestra propia destrucción, la de nuestra familia y la de nuestra comunidad. En segundo lugar, esa frase nos dice que, para manifestar ese amor, Dios envió a este mundo a su Hijo Jesucristo, quien murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. El amor de Dios por nosotros es tan grande que su Hijo Jesucristo estuvo dispuesto a morir en la cruz para dar testimonio de él. Por lo tanto, es un amor del que podemos fiarnos, pues es tan grande y se manifestó a precio tan alto. En tercer lugar, y quizá esto sea lo que más nos impacta, Dios nos dio y nos sigue dando las pruebas de su amor mientras todavía somos pecadores. El perdón de Dios se adelanta a nuestro arrepentimiento. Mientras en los pleitos humanos, el ofensor arrepentido debe humillarse, suplicar y convencer a quien ofendió para que acceda a perdonarlo; en nuestras relaciones con Dios, Él nos muestra primero su amor, envía a su Hijo a morir por nosotros, nos extiende su perdón, y se esfuerza por convencernos de que nos arrepintamos, a fin de que su perdón nos purifique, nos rehabilite y cancele nuestro pasado. Dios va por delante de nosotros.
Acogemos el perdón de Dios a través del arrepentimiento de nuestras acciones destructivas, y poniendo nuestra fe en Dios. La actitud creyente ante Dios es la del que acepta que, por sí mismo, no se puede rehabilitar, por sí mismo no puede alcanzar el gozo y la plenitud que ansía. Solo las puede recibir gratuitamente de Dios, y por eso cree en Dios y en su Hijo Jesucristo. Solo ese acto nuestro permite que Dios nos constituya, nos establezca en su justicia y santidad. Así lo dice san Pablo: Ya que hemos sido justificados por la fe, mantengámonos en paz con Dios, por mediación de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido, con la fe, la entrada al mundo de la gracia, en la cual nos encontramos; por él podemos gloriarnos de tener la esperanza de participar en la gloria de Dios. En nuestro bautismo, que recibimos de niños, sin darnos cuenta, Dios nos mostró su amor. Él se nos adelantó. No esperó que creciéramos, que lo conociéramos, que lo eligiéramos, que lo amáramos para darse Él entonces por enterado y tendernos la mano. Antes de tener nosotros uso de razón, en el bautismo, Dios nos conoció, nos eligió y nos amó. Solo después, llegados al uso de razón, pudimos hacer un acto consciente de fe y de amor y conocer, elegir, amar y entregarnos al Dios que nos amó primero. Por eso decimos que estamos establecidos en un mundo de gracia, de favor, porque Dios actuó primero en nosotros.
Y todavía más, Dios nos da la seguridad de sus promesas enviando a nuestros corazones su Espíritu Santo. El Espíritu se nos da en el bautismo y la confirmación, pero experimentamos su presencia en esas experiencias y vivencias, fugaces, a veces únicas, que Dios suscita en nuestro interior, en las que conocemos su amor, su gozo, su plenitud. Las personas con sensibilidad religiosa con frecuencia dan testimonio de haber vivido momentos de plenitud y sentido. Es la huella del Espíritu Santo en nosotros. Lo dice san Pablo: La esperanza de alcanzar la gloria de Dios no defrauda, porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado. Esas vivencias fugaces y limitadas de plenitud y gozo con que Dios nos favorece por el don de su Espíritu son adelanto del cielo, anticipo y garantía, de la gloria que esperamos.
Esta es también la enseñanza de Jesús en su encuentro con la mujer samaritana. Jesús introduce su conversación con la mujer que ha llegado al pozo a buscar agua pidiéndole de beber. Pero cuando la mujer se extraña de que un judío le pida de beber, Jesús inmediatamente le dice que en realidad debiera ser la mujer quien le pida a él, a Jesús, de beber. Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva. Esta es una conversación, que, a través del doble sentido, avanza hasta la revelación de Jesús como Mesías en quien la mujer pone su fe. Pero inicialmente, mientras la mujer está pensando en el agua del pozo, Jesús comienza a ofrecerle un agua viva, un agua que da vida, un agua que es el Espíritu que da vida eterna. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial capaz de dar la vida eterna.
Como la mujer sigue pensando en un agua física y en ahorrarse la fatiga de venir a sacarla del pozo, si tuviera ese manantial de agua permanente, Jesús la obliga a mirar su vida y mirarse en su interior: Ve a llamar a tu marido y vuelve. Jesús le muestra que puede leer el corazón, conoce la vida y sus fracasos. Le revela a la mujer que él ya sabe que tuvo cinco maridos y que el compañero actual no llega a marido. Es entonces cuando la mujer cae en la cuenta de que tiene por delante a un hombre de Dios: Señor, ya veo que eres profeta. Y entonces la mujer plantea un problema religioso: dónde y cómo hay que adorar a Dios. El tema del agua ya no vuelve a salir más en la conversación. Jesús responde finalmente la pregunta de la mujer con otra declaración: Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad. Hay muchas interpretaciones de lo que significa esta frase. Entiendo que la auténtica adoración que debemos a Dios hay realizarla en la verdad del Evangelio manifestado en Cristo y en el espíritu de nuestra fe y entrega interior a Dios, sostenidos por el don del agua del Espíritu Santo. Es un modo de entender que se asemeja a la propuesta de san Pablo que vimos antes. Por eso finalmente Jesús le revela a la mujer que él es el Mesías esperado y la mujer lo anuncia a sus paisanos pues me ha dicho todo lo que he hecho.
Señor, que no seamos sordos a tu voz, hemos orado hoy en el salmo responsorial. Que sepamos responde, como la samaritana a la verdad de Dios y al don de su amor.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)