El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 7 de junio, solemnidad de la Santísima Trinidad.
En este año litúrgico ya hemos celebrado los tiempos especiales en los que recordamos las grandes obras de Dios por nosotros: en Adviento y Navidad hicimos memoria de la Encarnación del Hijo de Dios esperada por los profetas y anticipamos su próxima venida en gloria, que Jesucristo prometió y nosotros esperamos. En Cuaresma escuchamos la llamada de Dios misericordioso a la conversión. Llegamos así preparados al Triduo Pascual, para celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor. Finalmente, durante el tiempo de pascua nos alegramos por la presencia de Jesucristo resucitado en medio de su Iglesia y de nuestra propia salvación iniciada ya por el don del Espíritu Santo. En todos estos acontecimientos, Dios se nos reveló, nos manifestó quién es él. Ahora, como recapitulando todas esas celebraciones, centramos nuestra atención en el mismo Dios y lo alabamos en esta solemnidad de la Santísima Trinidad.
¿Necesita acaso Dios algo de nosotros, nuestra alabanza, nuestra adoración, nuestra petición? El Dios que se nos ha dado a conocer a través de las obras que ha hecho para nuestra salvación es en primer lugar un Dios que no necesita nada para sí, sino que hace todo a nuestro favor. Si lo adoramos, no es porque Él quiera que reconozcamos su divinidad y majestad, sino que reconozcamos que hemos recibido de Él nuestra existencia. Si lo alabamos, no es porque Dios necesite nuestra aclamación para establecer su soberanía, sino que alabándolo recibimos sus dones. Si le pedimos en la necesidad, no es porque Él se complazca en mostrar que dependemos de Él, sino que pidiéndole constatamos la gratuidad de sus dones. Dios es el que ama con misericordia, pero que muestra con su ira que el mal ofende a su santidad. Dios es el que perdona con generosidad, pero que muestra con su juicio que no le da lo mismo bien que mal. Dios es el que salva con su brazo poderoso a quienes confían en él, pero que oculta su rostro para que lo busquemos y nos convirtamos a Él. Dios es el Invisible que trasciende todo cuanto existe, pero es también el que se muestra humano en su Hijo y habita en el corazón del hombre como Espíritu Santo.
Hoy hemos escuchado un fragmento del relato de uno de los encuentros de Moisés con Dios. Moisés debe labrar unas tablas de piedra para que Dios escriba sobre ellas los Diez Mandamientos por segunda vez. El pueblo ha perdido la fe en Dios y ha pecado contra él. Moisés intercede e invoca el nombre de Dios, quien le responde pasando delante de Él. Yo soy el Señor; el Señor Dios, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel. Y el texto bíblico sigue con un versículo omitido en la lectura, pero que se debe leer ya que trata nada menos que de la auto presentación de Dios: que mantiene su amor eternamente, que soporta la iniquidad, la maldad y el pecado; pero que no los deja impunes, sino que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y nietos hasta la tercera y cuarta generación. La expresión se presta y se ha prestado a equívocos e ideas erradas. Por eso omitieron el versículo en la lectura. Pienso que, si solo destacamos el amor, la compasión y la paciencia de Dios, corremos el riesgo de hacerlo un abuelito bonachón. No. Dios además de declarar su amor eterno, dice también que soporta la iniquidad y el pecado humano, porque lo suyo no es destruir; lo suyo es corregir. Él no se queda indiferente hacia la maldad del hombre; no deja impune el delito. Más bien busca, movido por su amor, que el hombre se convierta. Su ira es, después de todo una forma de su amor por nosotros. Y por eso aprieta de diversos modos para que nos corrijamos. Pero para entender lo que Dios quiere decir, debemos tener en cuenta que en el profeta Ezequiel, ya Dios declaró que él no pide cuenta a los hijos de los pecados de sus padres. Entonces ¿qué quiere decir? Imaginemos esas competencias entre muchachos a ver quién tira la piedra más lejos. Dios mide con la escala del tiempo el tamaño de su amor comparándolo con el tamaño de su ira. ¿Qué llega más lejos el amor o la ira de Dios? Y dice que mientras su amor, si se pudiera medir, alcanza hasta la eternidad; en cambio su ira alcanza solo el tiempo en que viven que tres o cuatro generaciones humanas. Porque lo único que busca Dios es que reconozcamos que nuestra salvación está en Él, pero que debemos tomarlo en serio.
Por eso Moisés confiado se atreve a pedirle. Si de veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya. Esta petición de Moisés encontró su pleno cumplimiento en la obra del Hijo, Jesucristo. Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. El Hijo de Dios no se horrorizó del pecado humano, sino que se compadeció del hombre pecador. El Hijo de Dios no hizo ascos de la corrupción humana, sino que la lavó y la purificó con su sangre. El Hijo de Dios no permaneció indiferente ante la indigencia humana, sino que se hizo uno con los hombres y nos sacó del fracaso a la plenitud. El hombre sin Dios va camino de perecer; pero el que cree en el Hijo tiene vida eterna, vida con Dios. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. La condenación, el fracaso y la frustración a la que se encamina el ser humano dejado a sí mismo conmovió de tal modo el corazón de Dios Padre, que envió a su Hijo como luz y roca, como verdad y vida, para que, confiando, creyendo en él, superáramos la muerte. No es Dios quien causa el fracaso final, sino que ya estamos encaminados al fracaso por nosotros mismos. Pero Dios por amor puso el remedio enviando a su Hijo para que creyéramos en Él. Dios abrió un círculo de luz en medio de la oscuridad del mundo. Quien permaneció en la oscuridad no se puede excusar de que no hubo luz; la única explicación de su fracaso final es que no quiso dar el paso para entrar en el círculo de luz. El que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
El Señor, pues, nos conceda mantener siempre nuestra fe en Él, pues si nos mantenemos unidos a Él por la fe y cumplimos sus mandamientos por amor, se realiza nuestra salvación. Por eso le damos gracias, lo bendecimos y lo alabamos.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)