El autor reflexiona en este artículo sobre la misión compartida de religiosos y laicos, ambos como parte de una misión única.
Uno de los desafíos que está afrontando hoy la Vida Consagrada es la misión compartida, tarea que ha cobrado mayor fuerza después del Concilio Vaticano II. En realidad, “misión compartida” es una expresión relativamente nueva para la Iglesia y para nuestros Institutos, ya que el primer documento oficial que tocó este tema fue la Exhortación Apostólica Postsinodal Vita Consecrata de 1996, que la formuló de la siguiente manera:
“Debido a las nuevas situaciones, no pocos institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados, por tanto, a participar de manera más intensa en la espiritualidad y la misión del instituto mismo. En continuidad con las experiencias históricas de las diversas Órdenes seculares o Terceras Órdenes, se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico en esperanzas, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado”.
Es importante notar que dicha misión no se puede reducir solo a compartir tareas con unos hermanos laicos, sino que va más allá de esto. Si así fuese, todo se reduciría a un asunto de gestión: programación, coordinación, distribución de tareas.
Tampoco podemos pensar que compartimos la misión con nuestros hermanos únicamente porque ya no contamos –por falta de vocaciones o por mayoría de edad– con religiosos y religiosas que asuman las responsabilidades de las obras. Todo lo contrario: lo hacemos porque queremos que participen de nuestra tarea y se unan cada vez más en el anuncio del evangelio como bautizados. El reto, pues, tiene un alcance mayor. No podemos caer en la tentación de decir que, por falta de vocaciones, estamos invitando a los laicos a acercarse a nosotros para llenar los puestos que ya no puede asumir nuestra gente. De lo que se trata es de multiplicar manos en la tarea evangelizadora, y no de ver quién aporta más o aporta menos en dicha acción.
En efecto, la acción pastoral de los religiosos es dar sentido a la misión a través de la vivencia de su carisma específico, de su herencia espiritual. Si pretendemos llevar a cabo una nueva evangelización es necesario contar con los laicos y fomentar la comunión eclesial, ya que la misión, como dice Pedro López, “es mucho más eficaz y esplendorosa, cuando es realizada por una orquesta de carismas, y no cuando es llevada a cabo por individualidades; pues solo entonces la misión tiene el rostro de Cristo, la configuración que Jesús soñó para ella”.
Así pues, el gran desafío es llevar todos juntos la misión, ya que esta es una sola: la misión de Dios, y en ella todos nos constituimos en anunciadores de la Buena Noticia y de la alegría pascual. Es el momento de dejar a un lado los particularismos y asumir el compromiso que tenemos todos los bautizados en la misión de la Iglesia; también es la oportunidad de desechar el miedo a perder nuestra identidad como personas consagradas, pensando que los laicos actúan como religiosos, y que los religiosos actúan como laicos sin saber quién es quién. En realidad, no se trata de perder la identidad, sino de un enriquecimiento mutuo. De ahí que nos hallamos en el momento de darles protagonismo a los seglares. Este sería uno de los desafíos para algunos institutos. Se debe reconocer y respetar la diversidad que existe en los Institutos y entre todos los que comparten la misión. Porque, si vemos el Evangelio, nos damos cuenta de que Jesús no confió diversas misiones, sino una sola misión, una gran misión, en la que habríamos de participar todos los que creamos en Él. Así que sería un error que cualquier instituto hablara de ‘su’ misión y no de la misión de Dios o de la Iglesia. Y, para que esto sea así, es necesario integrarse en el cuerpo eclesial, compartir con todos la única misión aportando los propios dones, el servicio, los carismas y los ministerios. Muy bien lo ha dejado expresado el Concilio Vaticano II en la LG 31: “los fieles, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde”.
Actualmente, podemos decir que muchos institutos religiosos todavía se encuentran dando los primeros pasos en este aspecto; otros ni siquiera se lo han planteado, bien sea porque no les hace falta o porque todavía tienen quienes pueden asumir tareas de evangelización en sus miembros de comunidad. No obstante, quienes ya han dado pasos en este aspecto no se deben quedar solo en el plano administrativo, sino que deben ir también al plano teológico y comunitario, hasta compartir la fe y la propia vida, como colaboradores de la evangelización de la Iglesia. Por ello, el gran desafío de estos institutos es ir formando a los laicos para llegar a un verdadero compartir y para ir buscando vías de revitalización que destaquen por su atención particular al servicio de los pobres, la promoción de la justicia, la acción pastoral y la inculturación en el marco de la misión, tal como Jesús lo hizo en su tiempo.
Wilmer Moyetones OAR