Sin categoría

¿Una cultura sin Dios?

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 30 de agosto.

Cada una de las lecturas que hemos escuchado hoy da para una homilía. Son lecturas que abordan aspectos, dimensiones, de la vida del creyente, y nos instruyen acerca de lo que implica vivir como seguidor de Cristo a imitación de él. Creo que aprovecharemos mejor la riqueza de lo que hemos leído, si hago un breve comentario a cada una de ellas. Veremos además cómo se complementan.

La primera lectura es un fragmento del capítulo 20 del libro de Jeremías. Es un capítulo personalísimo, en el que el profeta expresa su agonía interior como consecuencia de haber acogido la llamada de Dios a ser profeta. Comienza con una queja: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste. Desde su juventud, Jeremías se sintió atraído por Dios, por su Palabra; aceptó ser su portavoz. Pero esa opción le ha traído amargura y adversidad, en vez de felicidad y alegría. Desde que comencé a hablar, he tenido que anunciar a gritos violencia y destrucción. Por anunciar la palabra del Señor, me he convertido en objeto de oprobio y de burla todo el día. Seguir a Dios, obedecerle, ha sido una contradicción. Dios le atraía interiormente, pero lo que Jeremías debía anunciar de parte de Él le ganaba el repudio, el rechazo, la burla de la gente. Estaba dividido. Por eso piensa que es mejor olvidarse de Dios. He llegado a decirme: “Ya no me acordaré del Señor ni hablaré más en su nombre”. Pero ese propósito es irrealizable. Dios está en él como un fuego devorador. Había en mí como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; yo me esforzaba por contenerlo y no podía. La atracción interior hacia Dios está acompañada del sufrimiento por verse rechazado y maltratado.

La pasión por Dios, si así se puede llamar lo que le sucede a Jeremías, es un don especial. Hay personas que, como Jeremías, se sienten atraídas y seducidas por Dios y hay otras, incluso educadas en la fe, para quienes Dios no pasa de ser una referencia cultural, una tradición, una costumbre. Personas como Jeremías son los testigos de Dios en nuestro mundo, que mantienen viva la conciencia de que hay una presencia que nos sobrepasa, nos acoge y nos sostiene. Este testimonio se hace más elocuente, cuando va acompañado de una vida de sufrimiento y de rechazo social. A lo largo de la historia de la fe, esas personas nos dan testimonio del encanto de Dios y de su llamada a la santidad.

La lectura de Jeremías fue elegida en función del pasaje del evangelio de hoy. En la primera parte del pasaje Jesús anuncia por primera vez a sus discípulos cómo será el desenlace de su vida. Les dijo que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. La expresión tenía que, que Jesús repite, indica que su vida está guiada por un designio superior que no es otro que la voluntad del mismo Dios. No que Dios quiera directamente ese padecimiento de su Hijo, sino que el cumplimiento de la misión para la que Dios lo envió implicará ese destino de sufrimiento y muerte, coronado por la resurrección. La atracción hacia Dios que sentía Jeremías se convierte en Jesús en total obediencia a Dios. Y así como la atracción hacia Dios en Jeremías implicó sufrimiento, la obediencia de Jesús a su Padre lo llevó por el camino del dolor y la muerte. La obediencia a Dios es la forma como se realiza la identidad de Jesús como Hijo de Dios. Su vida vuelta hacia la voluntad del Padre es constitutiva de su identidad de Hijo. En contraparte, el amor de Dios a Jesús es constitutivo de su condición de Padre y es ese amor el que suscita la obediencia de Jesús. En otras palabras, la obediencia de Jesús es la expresión de su amor a Dios, de la seducción de Dios, diría Jeremías.

Por eso, en la última parte del evangelio, Jesús propone que sus discípulos deben tener esa misma actitud. Lo dice con otras palabras e imágenes, pero la sustancia es la misma: El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. ¿Qué significa eso de renunciar a sí mismo? La expresión parece que tiene que ver con la experiencia de los mártires. Durante la persecución a los fieles se les pide renunciar a Dios, renunciar a la fe, a cambio de conservar la vida. El verdadero discípulo renuncia a su propia vida para adherirse a Dios, al Evangelio y a la fe. El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Para Jesús, la única forma como una persona puede dar consistencia, sentido y salvación a su vida es optando por Dios como referencia única. Perder a Dios, renegar de Dios, vivir sin Dios, olvidar a Dios es perder la vida. Hoy no hay perseguidores que nos amenacen con la muerte, si no renunciamos a Dios. Hoy casi que es de ley cultural vivir como si no hubiera a Dios. Vivimos en una cultura que se empeña en prescindir de Dios. Pero la pregunta de Jesús sigue en pie: ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? Quizá el principal testimonio que debemos dar los discípulos de Jesús en nuestro contexto cultural es el de la primacía de Dios en la vida personal y social.

Por eso san Pablo nos exhorta: No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme interiormente. La nueva manera de pensar es la manera de pensar de Jesús, la manera como el Evangelio nos propone el planteamiento de vida. De ese modo podremos saber y discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto. Esa frase a la que recurrimos tantas veces, “primero Dios”, Jesús quiere que nos la tomemos en serio. Así como él vivió atento a la voluntad de Dios, así propone san Pablo que también los discípulos vivamos en actitud de acatar siempre la voluntad de Dios. Eso es lo que también significa tomar la cruz. Nuestra vida debe ser una ofrenda a Dios. Por la misericordia que Dios les ha manifestado, los exhorto a que se ofrezcan ustedes mismos como una ofrenda viva, santa, agradable a Dios, porque en esto consiste el verdadero culto. Jesucristo nos dio ejemplo ofreciéndose a sí mismo no solo en la cruz, sino en un camino de responsabilidad y obediencia que culminó en la cruz. Ofrecerle a Dios cada día las alegrías y las tristezas, los trabajos y los padecimientos, ponernos en sus manos y unir esa ofrenda a la de Cristo en la eucaristía ha sido siempre el sello de la vida del cristiano.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

X