Una palabra amiga

Tejer la historia

“Se prosigue la lectura de Los mártires de Japón, capítulo cuarto”. Ortiz, estudiante de tercero, natural de Miranda de Ebro, continuó la lectura donde la había finalizado en la cena del día  anterior. Desde lo alto del púlpito, su voz alcanzaba a ser oída en todo el comedor por los 160 jóvenes de primero a tercero de Bachillerato que guardaban un silencio casi milagroso mientras se repartía la ración de potaje. Ortiz leía con sentido; su voz clara fijaba nuestra mente y guiaba la imaginación con la que casi veíamos los crueles martirios, las hogueras donde eran quemados vivos los misioneros, los viajes en frágiles barcas por mares lejanos entre Filipinas y Japón… El espíritu de aquellos héroes iba tomando vida en nosotros, seminaristas de 12 a 14 años, mientras los repartidores seguían escanciando el cazo de legumbre en nuestros platos. Unos comían distraídos, otros  escuchaban embebidos con gran atención y algunos, incluso, entre cucharada y cucharada  tomaban apuntes de lo que se leía en un recorte de papel sacado del bolsillo. Los hechos del pretérito invitan a sentir un presente histórico. Así llega el segundo plato;  el padre prefecto, manda  bajar a Ortiz. Ahora sube a leer el estudiante Arias, también de tercero. Este lee a trompicones, con dificultad, es, según se sabe,  chico muy aplicado, de lo mejor en todas las asignaturas, invencible en el ajedrez, pero la lectura le cuesta. También es poco hábil en el fútbol.  El padre José Antonio le  tranquiliza elevando su mirada hacia el púlpito: “Despacio, despacio, respira, poco a poco y levanta la voz”. Con dificultad prosigue la lectura, retorna a nuestra imaginación infantil la película de aquellos cristianos tan valientes… Corre el año 1628, en el libro; el 1963 en la vida de estos jóvenes del seminario San Agustín. Estas escenas hoy parecen diapositivas cortadas de una película en blanco y negro, ¿verdad? Prosigamos viviendo un presente histórico. A los veinte días, se acaba la lectura del libro, llega el concurso: “A contra B”. Prueba de  conocimientos sobre los mártires del Japón. Cada aula elige sus mejores genios, todos reunidos en el salón de actos, se ha oído un runrún de premio al ganador, comienzan  las preguntas. Hay un momento de duda por parte del jurado: ¿Es válido sacar las chuletas que cada quien había ido anotando en la mesa del comedor? Van ya las preguntas y con ellas, nombres de islas filipinas, puertos marítimos, quién es Francisco de Jesús, días de navegación entre Acapulco y Manila, dónde se sitúa Nagasaki, retazos de  historia,…  No recuerdo si se permitió usar las chuletas o no, lo que recuerdo bien es que el ganador fue el equipo de Arias.

¡Recordar y contar para vivir! Mártires, vidas ejemplares, historias quemantes, Letras de fuego, como los ha presentado Pablo Panedas en su excelente libro testimonial donde recoge el epistolario de estos héroes que, leído durante estos días de ibernación pandémica, me ha despertado zonas dormidas del alma.

Muy al contrario de la escena vista, en nuestros días los héroes seguidos por adultos y jóvenes son los provenientes de videos artificiales, superhéroes de creación virtual con rostros estrafalarios que ganan luchas inexistentes y vencen por puntos merced a la habilidad del interactuante que está sentado a esta parte de la pantalla. ¿Qué efectos producen estas historias falsas en nuestros educandos? ¿Qué principios o valores están pasando como por ósmosis de la pantalla al alma? ¿No será conveniente barrer esa mitología pseudoheróica  y proponer historias verdaderas, personas de realidad humana, modelos donde nuestros jóvenes y alumnos toquen vida?

Hoy la sociedad ha trazado un hiato entre la teoría y la praxis. Nuestros estudiantes saben que existen palabras, ideas, fórmulas, teorías; pero ¿conocen que hay también personas que han vivido con fervor esas ideas? En los ámbitos educativos urge deshacer la fisura entre el mundo ideal y el práctico para hacer de la educación un  camino de vida y no solo un empedrado de ideas. La propuesta de educación en valores o de educación en la fe podrá ser mejor interiorizada si va acompañada con la vida y hechos ejemplares de investigadores, científicos, líderes, santos, hombres y mujeres de bien que han encarnado los ideales.

San Agustín comentó con gusto las vidas de los héroes de verdad, -los santos y, especialmente, los mártires-,  para proponerlos como modelos y estímulos en nuestro camino: “Si somos incapaces de seguirlos con las obras, sigámoslos con el afecto; si no en la gloria, sí en la alegría; si no en los méritos, sí en los deseos; si no en la pasión, en la compasión; si no podemos sobresalir, al menos asociémonos a ellos” (Sermón 280,6).

Viniendo a nuestros días, ha sido el papa Francisco quien ha escrito con motivo de la 54 Jornada mundial de las comunicaciones sociales un sugerente documento sobre el “arte de contar historias”. La Biblia es un tejido de historias, el Evangelio es la mejor  historia verdadera como Buena Noticia. Contar historias es tejer la trama de la  vida y animar a otros a que sigan hilando la red. Nos invita el papa a transmitir historias para que sintamos que la vida es real.

La propuesta educativa es “contar historias verdaderas”, deshacer el hiato entre la teoría y la calle, tender un puente entre lo teórico y lo real, entre la pantalla y la vida, entre el vidrio y la carne. Contar historias de verdad.

Agustín rememora en las Confesiones las virtudes de su madre Mónica. En esta mujer vio que las verdades de la fe  pueden ser plasmadas en una vida de verdad y de virtud: “Mi madre se había juntado al grupo de Casiciaco con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana” (Confesiones 9, 8,17). Mónica, modelo poliédrico de virtudes. El ejemplo arrastra. Con letras de fuego contemos historias de verdad en nuestros espacios educativos.

Lucilo Echazarreta, OAR

#UnaPalabraAmiga

 

X