El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 6 de septiembre.
Acabamos de escuchar un pasaje evangélico que recoge instrucciones de Jesús acerca de cómo se debe proceder con un hermano en la fe que ha pecado. Se trata de un cristiano cuya conducta ha decaído de la norma moral y requiere corrección. Jesús llama al pecador hermano de quien o de quienes lo corrigen. Es un hermano en la fe porque también reza el Padrenuestro, en el que reconoce a Dios como su Padre, aunque ha pecado.
Jesús propone un proceso de tres etapas. En la primera, el que advirtió la falta debe corregir al pecador a solas. Solamente en esta etapa Jesús dice que, si el hermano se enmienda, el que lo corrigió puede sentirse satisfecho porque lo ha salvado; pero eso se aplica igualmente a los otros procedimientos sucesivos. Pueden tener éxito o fracasar. Si el primer intento no obtiene el fin deseado, el arrepentimiento, no se puede abandonar sin más al pecador a su suerte. Hay que hacer un nuevo intento. Esta vez quien corrige se debe hacer acompañar de uno o dos más. No se trata necesariamente de testigos de la falta, sino de testigos de la corrección, como para que conste que se ha cumplido con el deber de urgir al hermano a que se corrija y hacer más apremiante la convocatoria a la enmienda. Si este segundo intento también falla, ya hay que llevar el asunto a toda la comunidad. Evidentemente no se trata de una falta menor, sino de una falta grave que amenaza la integridad de la salvación del hermano, y toda la comunidad se interesa. En definitiva, somos responsables unos de otros en el camino de la fe. Si este tercer intento falla, Jesús pronuncia una sentencia severa: apártate de él como de un pagano o de un publicano. Aunque Jesús no lo dice claramente, pareciera que el pecador recalcitrante y empedernido debe ser alejado de la comunidad, ¿quizá también expulsado?
Esta enseñanza de Jesús contrasta con otras suyas sobre los pecadores, como aquella que expresó por medio de la parábola de la cizaña sembrada entre el trigo o la otra parábola de la red que recoge peces buenos y malos. Según estas parábolas, pareciera que hay que ser tolerante con los pecadores en medio de la comunidad, hay que tener paciencia hasta que Dios pronuncie su juicio. La próxima semana leeremos el pasaje evangélico en el que Jesús enseña que hay que perdonar sin límites: hasta setenta veces siete. Pero hay otra parábola que parece estar más de acuerdo con el pasaje de hoy. Se trata de aquella de los invitados a la boda del hijo del rey (Mt 22,1-14). Cuando el rey pasa a saludar a los invitados, descubre a uno que no lleva vestido de bodas, y de inmediato y sin contemplaciones lo expulsa atado de pies y manos al lugar de las tinieblas donde no hay más remedio que llorar y que le rechinen a uno los dientes. Pero el rey es Dios, no un hermano del pecador.
Esta variedad de pasajes y de enfoques muestra la complejidad de la condición humana. Pero de esta variedad de pasajes se pueden deducir varias enseñanzas. En primer lugar, que los cristianos pecamos. El pecado es real. Y algunos cristianos pueden pecar gravemente, seriamente. Para eso están los mandamientos, para enseñarnos qué acciones son graves porque nos destruyen. San Pablo nos dice hoy que todo pecado es una falta contra el mandamiento del amor, pues el amor construye y no destruye. En segundo lugar, estos pasajes nos enseñan que el pecado no se soluciona ignorándolo o reinterpretándolo, para decir que lo que es malo ya no lo es tanto. El pecado se soluciona con el arrepentimiento. Debemos ayudarnos unos a otros a arrepentirnos. Nos ayudamos a través de la advertencia personal y del consejo; pero también a través de la enseñanza, cuando en la predicación o la catequesis llamamos al pecado por su nombre y decimos que está mal y por qué. Dios le encomienda al profeta Ezequiel esa tarea: la de ser centinela y advertir a los pecadores para que se arrepientan, pues Él quiere perdonar, pero su perdón solo funciona si hay arrepentimiento. En tercer lugar, hay que ofrecer espacios de conversión. El sacramento de la penitencia es en la Iglesia el lugar donde el pecador arrepentido encuentra a Dios misericordioso que lo absuelve y le permite comenzar de nuevo. No hay pecado tan grande del que no podamos arrepentirnos ni pecado tan grave que Dios no pueda per-donar. Su misericordia es siempre más grande que nuestro pecado. Pero, en cuarto lugar, estas parábolas y enseñanzas de Jesús nos confrontan con una realidad humana lamentable: hay pecadores recalcitrantes, empedernidos, obstinados que ni admiten haber pecado ni están dispuestos a cambiar. No necesitan de Dios ni de su perdón. Cuando sus faltas son graves, no pueden permanecer en la comunidad de fe. En la Iglesia se ha desarrollado un proceso judicial de exclusión, reservado a los obispos y a los tribunales eclesiásticos, para proceder con estas personas. Este proceso disciplinario se entiende siempre como una medida extrema para hacer recapacitar al pecador y suscitar de este modo el arrepentimiento.
Jesús completa esta enseñanza con tres sentencias. La primera declara la validez ante Dios de las decisiones de la Iglesia. Lo que los discípulos actuando de manera honesta aten o desaten en la tierra, quedará atado o desatado ante Dios. En estas palabras y otras como estas se funda la fe que la Iglesia tiene de disponer de autoridad divina para perdonar o retener el perdón en el sacramento de la penitencia. Pero esta autoridad no es un simple acto jurídico. Es una oración. Jesús añade: si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá. Esta frase debe entenderse como complemento de la primera. El atar y desatar en la tierra realizado en un contexto de oración, es decir, de humilde apertura a Dios, deriva su efectividad precisamente del contexto de oración en que se realiza. Por lo tanto, el atar y desatar debe realizarse libre de todo sentimiento de rencor, de venganza, de desquite, de deseo de hacer daño. Jesús todavía corrobora el valor de las decisiones de la Iglesia cuando añade: donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos. Jesús que prometió que estaría con nosotros hasta el final de los tiempos, está también presente en el día a día de la Iglesia, sobre todo en la celebración de los sacramentos por el ministerio de los sacerdotes.
El salmo responsorial nos invita a orar: Señor, que no seamos sordos a tu voz. Que no endurezcamos el corazón para no reconocer nuestro pecado ni arrepentirnos cuando quien nos llama es un Dios misericordioso dispuesto a perdonar.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)