Una palabra amiga

¿Es nueva la “nueva normalidad”?

El autor compara en este artículo la caída del Imperio Romano tras el saqueo de Alarico con la situación actual generada tras la pandemia.

El 24 de agosto de 2010, numerosos medios de prensa se hicieron eco de una noticia que había ocurrido hace nada menos que 1.600 años atrás. ¿Qué acontecimiento pudo ser tan significativo que lo evoque la prensa mundial a una distancia plurisecular? ¿Por qué se guardaba registro claro del día en que esto había ocurrido? Y no solo fue la prensa, sino que la más selecta intelectualidad, dedicada al mundo clásico, investigó previamente y publicó en torno a dicha fecha sus investigaciones ¿Qué es lo que originó que fluyeran ríos de tinta de los mejores especialistas sobre el Imperio Romano?

El 24 de agosto del año 410, Alarico invadió y saqueó la ciudad de Roma; por primera vez en 800 años, Roma fue invadida con éxito, expoliada e incendiada. La escena era absolutamente desoladora. Pero la escena no se consumió con el incendio de la ciudad de Roma sino que desde allí, y durante sesenta y seis años, las llamas y la devastación se iría extendiendo por todos los rincones del Imperio Romano de Occidente hasta su total desaparición en el año 476.

Podríamos decir, respecto a fechas y eventos, que así como el 6 de Junio de 1944, con el inicio del desembarco de Normandía, fue el principio del fin del III Reich y el 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro de Berlín, fue el principio del fin de la Guerra Fría, el 24 de agosto del 410 DC es la fecha que señala “el principio del fin” del Imperio Romano. La gran diferencia es que, mientras que los dos primeros acontecimientos gestaron mayor libertad y progreso, los efectos de la caída del Imperio Romano fueron cultural, religiosa y socialmente devastadores para la Europa occidental.

Un continente que quedará sumido en un oscuro y desestructurador sopor del cual solo irá paulatinamente despertando con el transcurrir de los siglos hasta llegar a la noche del 25 de Diciembre del año 800, con la coronación Imperial de Carlomagno y el inicio del Renacimiento Carolingio. Bizancio, únicamente, logrará pervivir hasta 1453 como heredera del Imperio Romano de Oriente, preservando la evangelizada cultura clásica de la antigüedad; pero la Magna Roma, cuna de la civilización occidental, quedará desolada.

Un año después de la invasión de Alarico a la ciudad de Roma, San Jerónimo dirá: “¡Oh, qué gran maldad! ¡El mundo está por perecer, pero en nosotros no terminan los pecados! La ciudad ilustre y la cabeza del Imperio Romano, se ha consumido en un incendio. No hay país donde no vivan desterrados algunos romanos.” ( San Jerónimo, Epistola CXXVIII )

Y todavía después de dos años del saqueo, desde Belén dirá el mismo San Jerónimo: “Ha sido conquistada la ciudad que conquistó el mundo entero” (“Capitur urbs quae totum cepit orbem”). ( San Jerónimo, Epistola CXXVII,12 )

Fue tan grande el impacto para el mundo antiguo, que muchos creían que era el fin de la historia y de la humanidad. Sin embargo a un mes del saqueo, cuando los primeros hijos de Nix, portadores de la mala noticia de la desolación de Roma, llegaron a las costas del norte de África; el corazón de Agustín, conmovido por la dolorosa realidad, pronunciará el 410 el Sermón De excidio Urbis Romae. (Sobre la devastación de la ciudad de Roma). En el mismo Sermón, San Agustín mostrará la capacidad de la fe cristiana de dar respuesta y resignificar la realidad desde el amor de Dios. Constató que si bien la realidad era desgarradora, no por ello el mundo se terminaba; no era la primera vez que sucedia un acontecimiento de esta índole.

Invita a los cristianos a tener una mirada de fe, en donde descubran cómo Dios se sirve del mal que acontece en la historia para la purificación de su pueblo; y sobre todo, que lo que sucede es para un bien mayor. Invita a salir de la instalación en el lamento y la queja, para pasar al compromiso con los más afectados, saliendo al encuentro de ellos para socorrerlos y contenerlos.

Este sermón contiene en germen una de sus mayores obras: De Civitate Dei. En la cual Agustín sostiene que la caída de Roma no es fruto ni del destino ni mucho menos del abandono de la religión pagana. Por el contrario, ve desde la palabra de Dios, que lo acontecido es fruto del pecado, de acciones personales opuestas a la voluntad de Dios que generan vicios personales y sociales que dan como fruto una cultura del “ sálvese quien pueda ” y que es regulada por la ética del poder y no por la búsqueda de la verdad y del bien común.

Frente a esto, Agustín ve que la redención de las personas y sus culturas se dará desde la Gracia de Cristo y la respuesta humana. Contempla con claridad que el cimiento de esta nueva sociedad se da por medio de personas animadas por la virtud de la piedad, la cual genera una conversión cordial que se plasma en virtudes que están fundadas y animadas por el amor de Dios; y que estas personas generan un auténtico nuevo orden social para construir la República de los Cristianos.

Es más, explica que en realidad esto ya viene aconteciendo; y que no hay nada nuevo bajo el sol, ya que define la historia de toda la humanidad como la historia de dos amores: “ Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la segunda se gloría en el Señor. Aquella solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. ” (De Civ. Dei XIV,28)

Y es importante, como nos dice Agustín, que no nos engañemos esperando paraísos ilusorios en la tierra “De esta manera, peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, avanza la Iglesia por este mundo en estos días malos, no sólo desde el tiempo de la presencia corporal de Cristo y sus apóstoles, sino desde el mismo Abel, primer justo a quien mató su impío hermano, y hasta el fin de este mundo.” (De Civ. Dei XVIII, 51)

Como diría mi maestro de novicios, Fr. David Hernández Cuadrado OAR: “Si a Jesús no le fue fácil ser Jesús a nosotros tampoco nos va a ser fácil realizar nuestra misión en la vida.” Por tanto, ante la irrupción de esta pandemia, creo que hay que tener total claridad en dos cosas: En primer lugar, que Dios fue, es y seguirá siendo Señor de la historia; lo segundo, que las cosas nunca más volverán a ser iguales.

Consciente Agustín que Dios es Señor de la Historia y que más allá de las tragedias humanas y los hechos nefastos, “Dios dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rm. 8,28), fue claramente portador de un optimismo realista, en donde sin negar el mal, vió la victoria ya alcanzada por Cristo en la Cruz y desde la visión de la Gloria, invita a los cristianos a realizar el buen combate de la fe.

Por eso, inspirados en “la historia, que es maestra de la vida y testigo de los tiempos” (Historia magistra vitae et testis temporum) , podemos pensar que así como a partir del 24 de Agosto del 410, el mundo nunca más fue el mismo ya que se instauró una nueva realidad que hacía mella en las debilidades del Imperio, generando nuevas amenazas destructoras; pero que, al mismo tiempo, dejaba patente las fortalezas que perviven hasta nuestros días y generó nuevas oportunidades de renovación y revitalización para la humanidad y para la Iglesia; así también el mundo después de este hecho nunca más será el mismo.

Creo que hoy es fundamental hacer un esfuerzo por ver esta compleja realidad lo más claramente posible a la luz de Dios, como lo hizo San Agustín en su momento, reconociendo nuestras debilidades en la infidelidad al plan de Dios, pero también la fortaleza de nuestra fe que es “ la victoria que vence a este mundo” (1ª Jn. 5,4) sabiendo denunciar las amenazas concretas de la cultura de la muerte y anunciar con un sano optimismo, que desde la misericordia de Dios, siempre tenemos oportunidades de vida nueva.

Solo una piedad auténtica que nos lleve a ordenar nuestras vidas desde el amor de Dios, que se plasme en virtudes concretas en búsqueda de la verdad y el bien común, nos permitirá enfrentar esta “ nueva normalidad ” como una oportunidad magnífica que Dios nos regala para construir la Ciudad de Dios; y un día, llegar a la Jerusalén celestial en la que “Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?” (De Civ. Dei XXII, 30,5)

Marcelo Corleto OAR

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