Una palabra amiga

El silencio de Dios

El autor reflexiona en estos artículos sobre los sufrimientos humanos, el dolor de la persona y las oraciones a Dios para ser salvados ante la angustia.

La realidad de Dios se manifiesta de manera eficaz, pero nos gustaría que, sobre todo en tiempo de emergencia globalizada, se presentara con acciones contundentes. ¿De qué modo? Curando enfermos, despejando hospitales, eliminando esta pandemia. Pero la realidad es otra: “El silencio de Dios”. No solo en tiempo de epidemia, sino a lo largo de toda la trayectoria humana, el silencio de Dios es patente. O, al menos, su voz no es la que nosotros desearíamos. Podemos asegurar que en el momento de la prueba de Job, lo que más duele al santo de la paciencia es que Dios ve y calla, que él ha obrado bien y que, por el contrario, las cosas van mal, que el antiguo hacendado era amigo de Dios y ahora es un despojo en el muladar. Tanto en la existencia humana de a pie como en el camino de la fe más depurada, Dios es un ser “presente-ausente” que bambolea nuestra barquilla en marejadas de silencio y presencia, de ausencia y cercanía.

Pero no cualquier tiempo pasado fue mejor. Charles Moeller publicó su clásica obra Literatura del siglo XX y Cristianismo, incluyendo en su primer volumen a literatos dispares por su origen pero unidos todos por el dolor que el siglo XX europeo hubo de soportar, siglo conflictivo de guerras, muertes, y sobre todo, de “silencio y muerte de Dios”. La suma de episodios dolorosos del siglo XX puede verse como la gran alegoría del silencio de Dios. Estos escritores, -entre los que están Camus, Gide, Husley y varios más- fueron testigos notarios del sinsentido existencial que se vivía. Moeller presenta el éxodo del hombre contemporáneo conmocionado por la aparente ausencia de Dios pero, por otra parte, hambriento de trascendencia que dé explicación a tanta barbarie. A todos estos escritores Charles Moeller los reunió bajo el elocuente título: El silencio de Dios. El último autor estudiado es Georges Bernanos centrando el análisis en su obra teatral: “Diálogo de Carmelitas”. Las raíces de esta obra son interesantes: 16 monjas carmelitas del convento de Compiégne son guillotinadas en el cadalso por la revolución francesa en la Plaza de la Nación de París en 1794, por “maquinar contra la República”; el papa Pío X las beatificó el 17 de mayo de 1906; la escritora Gertrude von le Fort se inspira en las actas de este martirio y publica en 1931 la obra “La última en el cadalso” tratando de reflejar, aunque partiendo de aquel hecho histórico, el gran dolor y barbarie que vislumbraba en el horizonte alemán y europeo del momento. La novela sirve de inspiración a Bernanos para escribir la obra clásica del teatro católico: Diálogo de Carmelitas, estrenada en 1957. 

Charles Moeller, teólogo, conocedor de la cultura clásica y de la contemporánea, analiza este drama siguiendo el rastro del dolor, sobre todo del dolor moral cuya principal manifestación es el miedo. En efecto, en aquella comunidad de carmelitas hay diálogo sobre el inminente martirio, hay alegrías, hay dudas y hay miedo, antes de que todas ellas, una tras otra, suban al patíbulo entonando el Laudate Dominum, incluida la última monja que por azares y temores se encontraba fuera del monasterio, pero que llegó, al fin, a sostener la última estrofa del canto mientras subía al cadalso sumándose a sus hermanas mártires. Aparte de efectismos dramáticos, la exégesis esencial que Moeller hace de esta obra es la siguiente: el miedo es redentor. Esta es la idea o lugar teológico que propone. Cristo exclamó sudando sangre antes de su pasión: “Señor, que pase de mí este cáliz”. Lo que Cristo ha asumido, queda redimido. De igual modo, cuando en la cruz exclama: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, Cristo está redimiendo el miedo, el dolor más angustiosamente humano. El miedo es redentor. Como el dolor, como el amor, como el martirio, como la duda, como la noche oscura… El miedo forma parte de la peregrinación humana. Cristo lo padeció y por tanto, si es vivido desde la fe y sumado a la cruz, el miedo tiene fuerza salvadora.

Aquí quería llegar yo. En tiempos de pandemia, el miedo de las personas que sufren la enfermedad, la incertidumbre de quienes no saben si están o estarán contagiados, la angustia de no poder ser atendidos debidamente en la enfermedad, la turbación que produce el tener en casa a un enfermo de corona virus, la zozobra al sentir vecina la muerte, la duda, la turbación, el desasosiego, la desazón… ¿van a ser sufrimientos estériles?

Muchos cristianos están sufriendo en estos tiempos el silencio de Dios, un sufrimiento espiritual que cristaliza en miedo y en incertidumbre. Dios no hace milagros efectistas de curación en masa, pero la fuerza del Redentor puede hacer que en su cáliz se vierta el dolor físico y, sobre todo, el sufrimiento espiritual de los cristianos que caminamos en este viacrucis de la epidemia. La incertidumbre, en efecto, es una nueva forma de turbación originada por la pandemia, tanto es así que hoy los pedagogos están hablando ya de educar en y para la incertidumbre. Todo este repertorio de formas de sufrimiento del alma lo sintetizamos aquí en la palabra “miedo”.

Hagamos del miedo una fuerza redentora que no se desaproveche. Subamos nuestro miedo a la cruz de Cristo como hizo “la última en el cadalso”, aquella monja carmelita que soportó el miedo sin dejarse paralizar y mantuvo el canto de la vida. En realidad, si nuestra existencia adolorida se suma a la vida que mana de la cruz, no hay silencio de Dios. Victor Frankl, superviviente de cuatro campos de concentración que fundó la escuela de logoterapia para conducir al hombre a la búsqueda de sentido, no habló del silencio de Dios ni aun en medio de la tortura, sino que publicó un libro apropiado para el hombre de hoy, cercado por la alambrada del coronavirus al que puso por título “La presencia ignorada de Dios”. Dios puede ser ignorado, pero siempre es el que es. Vivamos la ausencia de Dios como presencia que no sabemos apreciar. Incluso, vivamos el miedo y la incertidumbre, porque forman parte de nuestro peregrinaje moderno, y podemos convertirlo en plegaria, como Job, y ofrecerlo como liturgia viva en el ara del sacrificio.

 San Agustín nos invita a vivir a Dios siempre presente: “La ausencia del Señor no es ausencia. Ten fe y estará contigo aquel a quien no ves” (Sermón 235). El silencio de Dios aclara más y más los ojos y los oídos de la fe.

Lucilo Echazarreta OAR

X