Una palabra amiga

Señor, ábrenos

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 8 de noviembre.

Acabamos de escuchar la parábola que tiene como protagonistas a diez muchachas que esperan la llegada del novio. Es una parábola que solo leemos en el evangelio según san Mateo. En el relato Jesús utiliza algunos elementos de los usos matrimoniales de su tiempo; pero los emplea de un modo raro o insólito. Para comenzar hay un novio que debe llegar, pero no hay novia. Uno podría pensar que el novio llega a la casa de la novia para la celebración de las nupcias, pero en el relato él llega a la sala del banquete nupcial; debía llegar con la novia. Además, llega tarde y a medianoche, pero los matrimonios se hacían de día, no a esa hora. Uno puede pensar que las muchachas que esperan al novio eran parte del séquito de la novia que esperaban al novio fuera de la casa para darle el recibimiento, pero como dije, el novio no llega a casa de la novia, sino a la sala de la fiesta. Finalmente, el asunto del combustible para las lámparas que llevan las jóvenes es de lo más raro. Cinco jóvenes tienen suficiente, pero no lo pueden compartir y otras cinco carecen de él y van a comprarlo a medianoche. ¿Había tiendas abiertas a esas horas?

Estas inconsistencias e incoherencias en el relato de la parábola nos obligan a mirar más atentamente el contexto. Esta parábola se inserta en una enseñanza de Jesús acerca de su próxima venida y de la necesidad de estar preparados para ese momento. Con solo esclarecer eso muchas cosas se entienden: el novio es evidentemente Jesús. En el Nuevo Testamento muchas veces se llama a Jesús el novio; la salvación es una fiesta de bodas. Es una parábola que trata de la venida futura de Jesús para que comience la alegría del reino, que muchas veces se describe como una fiesta de bodas. Entonces se explica por qué se tarda y llega a medianoche. Porque no sabemos a qué hora vendrá el Hijo del hombre y Jesús muchas veces dijo que debíamos estar preparados como el dueño de la casa que espera al ladrón que llegará en medio de la noche. Entonces también se entiende que no haya una novia. O mejor dicho, la novia son las jóvenes que esperan al novio. En las imágenes del Nuevo Testamento la novia es la Iglesia. Las jóvenes representan a la Iglesia que espera a su esposo, pero lamentablemente no todos en la Iglesia están preparados para recibirlo cuando venga al final de los tiempos.

Y es aquí donde debemos interpretar el asunto de las antorchas. Tener las lámparas con combustible es lo que decide quién entra y quién no entra en la fiesta de bodas. Fuera de todo lenguaje figurado, sabemos que lo que nos hará idóneos para entrar con Cristo a gozar de la alegría de su reino es la idoneidad adquirida a través de las buenas obras, de la conducta recta. Las lámparas encendidas con combustible suficiente son el símbolo de la idoneidad moral para entrar en el reino de Dios. Las lámparas apagadas es signo de que incluso si uno es miembro de la Iglesia, esa mera pertenencia no nos hace idóneos para ser acogidos finalmente en el reino de Dios. Para alcanzar esa meta es necesario haber vivido de acuerdo con la voluntad de Dios. Las muchachas prudentes no le pueden ceder aceite a sus compañeras, porque la responsabilidad moral es estrictamente personal. Así como nadie es responsable de los pecados del prójimo, nadie tampoco puede acreditarse la obediencia del prójimo.

Al final de la parábola, cuando las muchachas regresan de adquirir combustible, ya es demasiado tarde. La puerta del salón de la fiesta está cerrada. Las jóvenes golpean las puertas y gritan: Señor, señor, ábrenos. Y el novio desde dentro les responde: Yo les aseguro que no las conozco. Significativamente al final del sermón de la montaña, Jesús pronuncia una sentencia que se parece mucho a este final de la parábola. No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: ¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre hicimos muchos milagros? Pero yo les responderé: No los conozco. ¡Apártense de mí, malvados! (Mt 7,21-23).

Para Jesús, pues, vivir de acuerdo con la voluntad de Dios es esencial para alcanzar el reino de Dios, la plenitud final prometida. ¿Por qué? Porque Dios quiere que nos construyamos como personas y como sociedad. Eso lo hacemos a través de nuestras acciones. Para que nuestras acciones sean constructivas y no destructivas deben ajustarse a un código ético que Dios nos ha dado y que a su vez corresponde a la naturaleza humana. Salvando distancias enormes para comparar cosas muy distintas, uno podría decir que los mandamientos que expresan la voluntad moral de Dios son como el manual de instrucciones de un aparato. Para que el aparato rinda y funcione bien, el usuario debe utilizarlo de acuerdo con las indicaciones del respectivo manual. Y para que el manual de instrucciones sea útil, debe corresponder a ese tipo de aparato y no a otro, aunque se le parezca. Así también nosotros. Solo cuando nos atenemos en todos los ámbitos de nuestra conducta al código ético que corresponde a nuestra condición humana, maduramos como personas, nuestras familias son funcionales y construimos una sociedad próspera. Y en parte esa es nuestra salvación, eso es lo que Dios quiere para nosotros, que como personas y como sociedad alcancemos el desarrollo y la perfección que él proyectó para cada uno.

La posibilidad de fallar, de actuar mal, de caer en acciones destructivas es real y la vemos cada día. Somos libres, es decir, tenemos el deber de construirnos a nosotros mis-mos; no estamos programados. Somos libres, pero lamentablemente sentimos la inclinación a dejarnos guiar en nuestra conducta por lo ventajoso, lo placentero, lo oportuno y no por lo que es recto y es justo, de acuerdo con nuestra naturaleza y con la voluntad de Dios. De allí la necesaria reflexión para determinar qué es lo justo y lo recto y la educación y la disciplina para acostumbrarnos a actuar en consecuencia. Dios nos ilumina con sus mandamientos éticos y con su gracia. La responsabilidad moral es personal e intransferible. Así como a nadie se le endosan los pecados ajenos, así tampoco nadie asume la responsabilidad moral de su prójimo. Ante Dios tendremos que presentarnos con nuestra propia lámpara encendida, alimentada con el aceite de nuestra responsabilidad moral personal.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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