El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 6 de diciembre, Segundo domingo de Adviento.
Este año será memorable por las calamidades naturales que hemos padecido. En primer lugar, nos invadió una pandemia causada por un virus previamente desconocido, que saltó de infectar murciélagos a infectar humanos en la lejana China, pero que ha causado enfermedad y angustia, pérdidas económicas y muertes humanas en todo el orbe. Luego, en fecha más reciente dos huracanes seguidos, con trayectoria semejante, devastaron el oriente y norte del país arrastrando montañas y aldeas, carreteras y puentes, cosechas y animales e incontables vidas humanas. También estamos padeciendo calamidades sociales y políticas que entenebrecen todavía más la situación. La ciudadanía está cada vez más frustrada con sus autoridades y puede ser fácilmente presa de discursos que ciegan la mente y encandilan la ilusión. Necesitamos respiro, queremos vislumbrar lo que vendrá. ¿Cuándo cesará la pandemia? ¿Cuándo nos llegará la vacuna? ¿Cuándo tendremos autoridades que busquen el bien común? ¿Cuándo podremos mirar al futuro con confianza?
El mal y el sufrimiento siempre están con nosotros. La caridad evangélica se ha fijado en el hambre y la enfermedad para dar de comer al hambriento y curar al enfermo. Se ha preocupado por la educación de las personas. Ha ayudado y apoyado a migrantes y personas sin techo. Asiste espiritualmente a los que están en las cárceles. Acompaña, consuela, sostiene a los atribulados. Estas acciones y otras semejantes son de apoyo y alivian el sufrimiento de las personas. La acción política centrada en el bien común debería ser capaz de ofrecer mejores oportunidades a todos. Muchos países han reducido la pobreza, con sacrificio y esfuerzo y planes de gobierno con fundamento en las ciencias y no en las ideologías o peor aún en los intereses sectoriales. Sin embargo, es una convicción cristiana que nunca lograremos en este mundo erradicar completamente la pobreza, acabar con la delincuencia, borrar las desigualdades. Siempre habrá guerras, enfermedades y exclusiones. Somos pecadores y nuestro mundo es limitado. Y hay mucha gente que cierra los oídos cuando Dios llama a la conversión.
Por eso, cuando padecemos males y adversidades, se acrecienta en nosotros el deseo de una salvación que vaya más allá de las soluciones que podemos lograr solo parcialmente con nuestro esfuerzo. Sabemos que por mucho que nos empeñemos en mejorar nuestras condiciones de vida, nunca lograremos la plenitud que en el fondo de nuestro corazón deseamos. Nacemos para morir. Pareciera que todo logro se disolverá con la muerte. Intentamos construir nuestra vida, pero nos equivocamos; a veces incluso nos vemos implicados en hacer daño, en destruir en vez de construir. ¿Hay algún modo de vencer la muerte? ¿Hay algún modo de rehabilitación cuando nos hemos equivocado? ¿Tiene nuestro deseo de felicidad y plenitud respuesta?
El anuncio propio de este tiempo de adviento es que todas esas preguntas tienen una respuesta afirmativa. Dios mismo es quien puede satisfacer nuestro deseo de felicidad y plenitud. Él mismo nos alienta a desearlo y a poner en él nuestra esperanza. Hoy hemos escuchado un hermoso oráculo que el profeta Isaías dirige en nombre de Dios a Jerusalén, cuando se acercaba el fin de su tribulación y devastación. Esas son palabras que Dios sigue diciéndonos para asegurarnos que más allá de todas las angustias está Él: Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a gritos que ya terminó su servidumbre y que ya ha satisfecho por sus iniquidades. Alza con fuerza la voz y no temas; anuncia a todos los ciudadanos de Judá: Aquí está su Dios.
Seguramente Dios no ocupará el lugar de los empresarios para crear puestos de trabajo; seguramente Dios no operará una maquinaria para reconstruir carreteras y puentes; seguramente Dios no se volverá médico para curar a los enfermos de Covid. Seguramente Dios no se volverá presidente de la república o diputado para que tengamos un buen gobierno. Esas cosas las tendremos que resolver nosotros, hasta donde sea posible. Ocasionalmente se dan soluciones milagrosas, pero es Dios quien decide cuándo se dan. Pero no podemos quedarnos sin hacer nada a la espera de que ocurra el milagro. Lo usual y normal es que esté en nuestras manos dar solución a los problemas de este mundo. Pero más allá de esos retos al alcance de nuestro esfuerzo, Dios estará cerca con su perdón para rehabilitarnos cuando nos hayamos equivocado, cuando hayamos fallado. Dios estará cerca para sostenernos en la enfermedad y en la muerte, para asegurarnos que la verdadera vida es Él y que acogiéndonos a su amor tendremos vida en Él para siempre. Dios está cerca para eso y con ese fin. Él es la realidad verdadera y definitiva. Este mundo y nuestra vida en él son pasajeros.
Oigamos lo que nos ha dicho hoy el apóstol san Pedro: Puesto que todo va a ser destruido, piensen con cuánta santidad y entrega deben vivir ustedes esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor. Nosotros confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en la que habite la justicia. Apoyados en esta esperanza, pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con él, sin mancha ni reproche. Con demasiada frecuencia ponemos todo nuestro empeño en la pretensión de hacer de este mundo un paraíso; actuamos como si la razón de nuestra vida fuera lograr un mundo perfecto. Está bien empeñarse con responsabilidad en las cosas de este mundo, pues nos hacemos idóneos para Dios en la recta administración de las realidades temporales y con una conducta recta y caritativa ahora en este tiempo. Pero el objetivo de nuestra vida debe ser Dios, nuestra esperanza debe ser Dios, nuestra verdadera patria es el cielo, que es el mismo Dios. Él es el paraíso que deseamos.
Dios llega a nosotros en la persona de Jesús. Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se rebaje; que lo torcido se enderece y los escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria del Señor. Preparemos la celebración de su nacimiento aplanando en nosotros mismos los obstáculos que le ponemos para que Él llegue a nosotros. Que estas acciones le abran camino a Dios en nuestras personas, nuestras familias y nuestra ciudad.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)