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¿De qué nos salva Jesús?

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 14 de febrero, VI domingo del Tiempo Ordinario.

Siempre me ha resultado inquietante la forma como el leproso del relato evangélico de hoy le pide a Jesús la salud: Si tú quieres, puedes curarme. El leproso debía mantenerse alejado de otras personas; este se acerca a Jesús. Se postra de rodillas para expresar su súplica, lo que es un gesto de humildad, en el que también se expresa la fe en la divinidad de Jesús. El leproso creía que Jesús podía limpiarlo de su lepra, porque reconocía en él poderes divinos. Pero la forma de manifestar su petición es peculiar; diría que única. Es como si el leproso se preguntara: Jesús puede curarme, pero ¿quiere? ¿Es voluntad tuya curarme? ¿Es parte de tu misión sanarme? ¿Quieres curarme? La respuesta de Jesús es contundente. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero! ¡Sana!” Si el hombre tuvo la osadía de acercarse a Jesús, el Señor fue todavía más audaz: lo tocó. Y no fue la impureza de la lepra la que pasó del leproso a Jesús para contaminarlo, sino que santidad de Jesús fluyó hacia el leproso para regenerarlo. Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Pero Jesús es enfático: ¡Sí quiero!

La pregunta del leproso da la ocasión para que Jesús manifieste sus intenciones. Si recordamos el pasaje evangélico del domingo pasado, Jesús había madrugado y se había retirado a un lugar apartado para orar. Los discípulos salieron a buscarlo y cuando le advirtieron que había muchos enfermos que lo buscaban para pedirle salud, Jesús les propuso: Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido. Y el primer ejemplo de cómo Jesús “predica” el Evangelio es este relato de la curación de un leproso. Ocurre algo semejante a lo que había sucedido en la sinagoga de Cafarnaúm. El evangelista san Marcos nos contaba el domingo pasado, que los asistentes a la sinagoga se habían quedado admirados de la enseñanza de Jesús; pero la enseñanza había sido la liberación de un hombre poseído por un espíritu inmundo. Así también ahora, el Evangelio que Jesús predica por los pueblos no consiste en palabras de un mensaje, al menos no por ahora, sino en el poder de sanar, de devolver al hombre su integridad. Por su modo de preguntar, el leproso le da la ocasión a Jesús para manifestar su voluntad salvífica. Él ha venido a salvarnos, esa es la razón por la cual ha sido enviado. La liberación del hombre endemoniado y la sanación del leproso no son gestos marginales del ministerio de Jesús, no son condescendencia ante el sufrimiento humano. Esos dos gestos son el contenido del Evangelio que Jesús predica en Cafarnaúm y en su gira evangelizadora. En ellos se manifiesta el propósito de su misión: liberar al hombre del mal y restaurarlo, regenerarlo en su condición de integridad, santidad y plenitud para la que fue creado.

Viene a mi mente el texto de san Pablo en la Primera carta a Timoteo cuando recomienda que cuando los cristianos se reúnan para la oración hagan súplicas también por los que ejercen autoridad, para que podamos gozar de una vida tranquila. Y lo explica así: Esto es bueno y grato a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y explica que, por eso, Jesucristo se entregó a sí mismo para redimir a todos (1Tm 2, 1-6). Dios quiere la salvación de todos, y para eso ha venido Jesús a este mundo y ha cumplido su misión. No le arrebatamos la salvación a Dios; Él quiere dárnosla por Jesús.

Ahora bien, ¿de qué nos salva Jesús? Uno se admira de la amplitud de las acciones salvíficas de Jesús. Abundan los relatos en los que Jesús cura enfermos de todo tipo de dolencias corporales. No son escasos los relatos en que Jesús libera a personas de posesiones demoníacas. Jesús alimentó a multitudes fatigadas y desfallecidas. En algunas ocasiones también perdonó pecados, como cuando le trajeron a un paralítico y antes de restablecerle la capacidad de caminar, le perdonó sus pecados. También resucitó muertos, que volvieron a vivir unos años más sobre la tierra y luego murieron. Pero el acto principal que se constituyó en el acto salvador de Jesús en beneficio de toda la humanidad fue su muerte en la cruz como sacrificio de expiación por los pecados y su resurrección como acto creador que destruye la muerte como destino del hombre pecador. San Pablo lo resume así: Jesús nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación (Rm 4,25). San Pablo en su predicación ya no habla de los endemoniados que Jesús liberó, de los enfermos que curó, de los hambrientos que sació, ni siquiera de los muertos que resucitó. Todas esas acciones que Jesús realizó durante su vida mortal eran anticipos de su verdadera y única obra salvadora: su muerte y resurrección. Estas obras son las que la Iglesia celebra y conmemora como origen de nuestra salvación. Jesús quiere salvarnos del pecado, de los extravíos de nuestra libertad para que vivamos una vida íntegra y santa desde ahora y para siempre. Jesús quiere salvarnos de la muerte, para que a través de una conducta responsable y honesta en esta vida nos hagamos idóneos, con su gracia y favor, para vencer la muerte y alcanzar la vida con Dios para siempre. Cuando expulsaba demonios, curaba enfermedades, saciaba el hambre, daba signos anticipados de su muerte y resurrección, por las que nos restablece en la santidad de Dios y nos da la vida eterna, y eso es mucho más que la curación de una lepra y la expulsión de un demonio.

Por eso, la principal celebración de los cristianos es la conmemoración de la muerte y resurrección de Jesús. Para ella nos preparamos durante el tiempo cuaresmal. El próximo miércoles comenzamos la celebración de la cuaresma con la imposición de cenizas. Ya no nos marcarán la frente con una cruz, sino que espolvorearán ceniza sobre nuestras cabezas, en consideración a las cautelas en tiempo de pandemia. El tiempo cuaresmal nos conduce por un camino penitencial a la celebración de la muerte y resurrección de Jesús. El camino cuaresmal está marcado por la llamada al arrepentimiento, la exhortación a la caridad, la motivación a la oración, el apremio a conocer mejor la Palabra de Dios escrita para poner nuestra confianza en la Palabra de Dios viviente que es Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación. La imposición de cenizas es un gesto de origen bíblico con el que reconocemos nuestra lepra, nuestra indigencia, pequeñez y fugacidad y suplicamos de Cristo la riqueza de su gracia, la grandeza de su amor y la eternidad de su vida.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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