El autor reflexiona en este artículo sobre la cuaresma y las normas contra el COVID-19, invitando a ver todas las máscaras que cubren la cara y el alma.
Ya llevamos mucho tiempo con mascarillas. La razón única es porque nos ha venido un virus, que nos ha puesto a todos en el deber de usar las mascarillas para evitar contagiarnos unos a otros. Llevamos mucho tiempo en cuarentena, más de 40 días, manteniendo distancias, usando gel y poniéndonos las mascarillas.
Con el miércoles de ceniza inauguramos la cuaresma, que nos va preparando a la celebración de la pascua. La cuaresma es una oportunidad para todos los cristianos católicos para quitarnos las mascarillas: no las mascarillas quirúrgicas, sino las máscaras que nos ponemos para aparentar alguna cosa que realmente no somos, o aquellas máscaras que nos protegen ante los demás, aquellas máscaras que no nos dejan ser nosotros mismos.
La cuaresma es una oportunidad para irnos desprendiendo de todas esas máscaras, para que podamos ser auténticos. Ante Dios no nos podemos poner máscaras, porque Él sabe quiénes somos y conoce nuestras debilidades y miserias. Frente a Dios no hace falta esto, nos tenemos que presentar tal cual somos. Aunque quisiéramos ponernos una máscara ante Dios, Él sabe de qué masa estamos hechos. Pero ante los demás sí nos ponemos esas mascarillas, porque nos da vergüenza vernos vulnerables, frágiles, nos cuesta ser auténticos. En otras palabras, muchas veces actuamos utilizando máscaras, todo va a depender de la situación y de las personas con las que nos relacionamos, nos ponemos una u otra, la que más nos encaja. Estas máscaras nos facilitan equivocadamente la tarea de relacionarnos, pero nos hacen ser personas que no somos, sino aquellos que queremos satisfacer las expectativas de los demás.
La cuaresma nos da de nuevo la oportunidad para que hoy veamos todas aquellas máscaras que nos gusta ponernos, que lo que hacen es ayudarnos a protegernos. Nos da mucho miedo mostrarnos como somos, miedo a qué van a decir de mí, temor al rechazo, a ser juzgados negativamente por las personas que consideramos importantes en nuestras vidas; precisamente por culpa de todos estos miedos nos ponemos estas mascarillas, porque siempre queremos satisfacer a las personas que nos rodean y nos da miedo perder su cercanía o su amistad.
Hacemos uso de estas mascarillas para evitar el sufrimiento y, además, para defender nuestras heridas, porque cuando nos las tocan nos hacen mucho daño. Llega un momento en nuestras vidas en el que el uso de éstas se hace un hábito; ya no somos conscientes de nuestro actuar, ya son parte de nuestra vida, pero vivimos esclavos, anclados a dichas mascarillas.
En definitiva, la cuaresma es un tiempo para desprendernos de estas mascarillas, para ver cuáles son las que nos ponemos, en qué momentos las usamos, qué sentimientos surgen en mi vida, cuáles son esos miedos. Tenemos cuarentas días para ir reflexionando sobre todo esto. Es la oportunidad de dejarnos guiar por el Espíritu de Dios, para que Él mismo rompa con todas estas máscaras y nos pueda quitar esos miedos; así nosotros podremos presentarnos ante Dios y ante los demás como somos realmente, originales, sin trampas, sin engaños, siendo auténticos, es decir, sin mascarillas. Podremos, sobre todo, andar en la verdad, porque con la verdad viene la libertad, porque nadie es más libre que el que sabe reconocer la verdad de sí mismo, porque muchas veces usamos estas mascarillas que no nos dejan ser libres.
Que el Espíritu Santo sea el protagonista en este tiempo para que Él nos vaya haciendo desprendernos de todas estas cosas, porque donde está el Espíritu de Dios ahí hay libertad.
Quiero cerrar esta reflexión con un texto de san Pablo que resume toda esta idea: “Pero cuando se conviertan al Señor, el velo (mascarilla) será quitado. El Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor (2 Co 3, 16-18).
Wilmer Moyetones OAR