El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 14 de marzo, Cuarto domingo de Cuaresma.
Las lecturas que acabamos de escuchar y que la Iglesia nos propone para este cuarto domingo de cuaresma tratan de dos asuntos muy distintos. La primera lectura, del libro de las Crónicas, relata de modo muy resumido el acontecimiento que marcó profundamente la historia de Israel: el exilio en Babilonia. Desde un punto de vista puramente secular, la conquista de Judea y Jerusalén por los babilonios en el año 587 a.C. fue consecuencia de las políticas expansionistas de los caldeos para alcanzar la costa del Mediterráneo hacia el occidente y para someter al sur al otro gran imperio de la época, Egipto. Pero los profetas de Israel interpretaron el acontecimiento desde la perspectiva de Dios. Según esta otra interpretación, Dios, en su misericordia y amor por Israel, lo corrigió y lo llamó a enmienda del modo más apremiante. No hicieron caso a las llamadas a la conversión que Dios les hacía por medio de los profetas, sino que practicaron todas las abominables costumbres de los paganos. Dios entonces recurrió a medidas más drásticas. Envió contra ellos al ejército caldeo, que destruyó Jerusalén, se llevó a la población cautiva a Babilonia, saqueó el Templo y sus tesoros. Sin embargo, el exilio duró setenta años, pues Dios no pretendía destruir a su pueblo, sino llamarlo a la conversión. En los vaivenes de la política internacional, los persas se convirtieron en potencia mundial en vez de los caldeos.
Ciro, el primer emperador persa, ordenó que la población judía cautiva en Babilonia regresara a Jerusalén y los sucesivos reyes persas, autorizaron la reconstrucción de la ciudad y del Templo. Fue entonces cuando se recopilaron los escritos que ya existían y comenzó la edición del Antiguo Testamento. Aparecieron las sinagogas como lugar de culto alternativo al Templo, donde se meditaba la Palabra de Dios escrita, sobre todo en aquellos lugares lejos de Jerusalén donde quedaron judíos dispersos que no regresaron a Judá. En Jerusalén ya no hubo reyes independientes, sino gobernantes vasallos, primero de los persas, luego de los griegos y finalmente de los romanos. Surgió la esperanza de que Dios enviaría a un hijo de David, un mesías, que restauraría el reino y devolvería la libertad. Sin embargo, cuando vino, el Mesías ya no se ocupó de salvar a los judíos de los romanos, sino del pecado y de la muerte, y así fue salvador de la humanidad entera. Tampoco restauró el poder político de David, sino que estableció el Reino de Dios como ámbito de salvación y plenitud.
Precisamente de la misión del Mesías habla el pasaje del evangelio según san Juan. Es un texto de capital importancia. En mi opinión, el versículo 3,16 es uno de esos pasajes que los cristianos debemos aprendernos de memoria pues resumen en pocas palabras lo esencial del evangelio: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. La declaración afirma en primer lugar que el amor, la misericordia, la benevolencia de Dios son la motivación de sus acciones. Es decir, no es la envidia, la ira, la indiferencia o la altanería la actitud de la que surgen las acciones de Dios hacia la humanidad. Vivimos en un mundo amable, benévolo, pues el Dios que todo lo gobierna actúa principalmente a partir de actitudes que promueven la vida y el bien de la humanidad. Y si Dios está por nosotros, ¿quién que esté en contra prevalecerá? Esa actitud se ha manifestado de muchas maneras. La creación y el origen del mundo son consecuencia del amor de Dios. Su providencia con la que guía la historia está imbuida de su misericordia. Las acciones que realizó a favor de Israel registradas en el Antiguo Testamento tuvieron su origen en el empeño de buscar el bien de Israel y de la humanidad. Por fin, en el momento cumbre de la historia de las relaciones de Dios con la humanidad, cuando dio a su Hijo al mundo, manifestó de manera singular su amor por el mundo. Es decir, que a tanto llega su amor por nosotros que se nos dio a sí mismo en su Hijo hecho hombre, Jesús. Un darse que implicó no solo su encarnación, sino asumir la muerte humana, que le llegó en la forma más cruel: la crucifixión. Esa muerte fue expresión suprema de amor y su acto salvador, pues al quedar superada por la resurrección, trajo el fin de la muerte como destino definitivo para la humanidad.
Pero para obtener ese beneficio, cada persona debe creer en el Hijo, y de ese modo corresponder al amor de Dios. Creer significa adherirse a él, aceptar y acoger su oferta de vida, entrar en comunión con él por medio de los sacramentos de bautismo y eucaristía. Quien se resiste a creer, se sustrae libremente al beneficio que se le ofrece. La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Algunos no creyentes piensan que con la muerte viene la aniquilación, la desaparición en la nada y que, por lo tanto, resistirse a creer no tiene consecuencias. Pero si la muerte no es la aniquilación, como pensamos nosotros, sino que pervivimos a nuestra propia muerte, el que no cree, dice Jesús en este evangelio, queda atrapado para siempre en la frustración de la tiniebla de la muerte. En cambio, quien pone su fe en Jesucristo, unido a Jesús supera su propia muerte y alcanza la vida eterna, la vida con Dios. El amor de Dios hacia la humanidad es tal, que crea la posibilidad para que el hombre comparta su misma vida desde ahora y para siempre. Este es el evangelio.
Este mismo mensaje lo transmite de otro modo también san Pablo en la segunda lectura de hoy. La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y él nos dio la vida con Cristo y en Cristo. Pablo pone el énfasis en la gratuidad. Por pura generosidad suya hemos sido salvados. De ningún modo nuestras obras buenas han convencido a Dios para que decida salvarnos. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Al contrario, la condescendencia de Dios, su amor y misericordia hacia nosotros suscitan nuestra conversión, el deseo de corresponder a su gracia y favor con una conducta conforme a su voluntad. Somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos. La liturgia cristiana y en especial la Semana Santa hacia la que nos encaminamos son celebración de la gracia y favor de Dios que nos rodean y sostienen. Nos encaminamos a celebrar, en Pascua, la obra principal en la que Dios nos mostró su gracia y su amor: la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)