Una palabra amiga

Enciéndete, vive, ilumina

El autor reflexiona sobre la luz de la Pascua y la llamada a renovar la propia vida.

La tarde de aquel domingo en la primera aparición del Resucitado a los Discípulos, quienes se encontraban encerrados por temor a los judíos (cfr. Jn 20,19), recibieron el don del Espíritu Santo, que encendió sus corazones y los capacitó para cumplir la misión a la que el Maestro les estaba enviando: “A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a quien se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23) Como un fuego abrasador ese Espíritu consumió los miedos y las dudas de los doce y los hizo Apóstoles, encendiendo en ellos el fuego de la misión. La misma experiencia, la misma tarde, vivieron los tristes discípulos que caminaban de Jerusalén a Emaús, cuando al encontrarse con el “peregrino extranjero”, les hablaba por el camino y partió con ellos el pan: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32).

Este signo tan elocuente del ardor en el corazón de los discípulos, que aquella tarde se encontraban abatidos por la muerte del Maestro, nos invita a reflexionar en el don del Espíritu Santo, que el Padre Dios ha depositado en el corazón de todo creyente el día de su nuevo nacimiento, es decir, el día del bautismo (vocación cristiana), el cual se representa muy bien con el signo de la luz. También ese día, el mismo Espíritu recibido por los discípulos (cf. Jn 20,22), descendió sobre nosotros, y es el mismo que continúa encendiendo el corazón de todos los creyentes, para escuchar el llamado de Dios a ser felices en una vocación específica. Es el don del amor del Padre; cuyo fuego abrasador consume los anhelos de todos aquellos que responden a la llamada.

Sí, cuando Dios siembra en el corazón de una persona el don de la vocación, enciende un fuego divino, un fuego de amor que nunca cesa de arder, al contrario, día a día se renueva en su ardor y en su resplandor, y va consumiendo el corazón del vocacionado porque se siente amado por Dios. Es este fuego el que le impulsa a dar una respuesta generosa, a iniciar un camino, una aventura, una misión, porque transforma el temor y las dudas en confianza y seguridad, de que Dios quien le llama y camina al lado del que se siente llamado; nunca lo deja solo y por lo tanto siente en su corazón el ardor de la Palabra, la presencia del mismo Dios que le quema por dentro y le invita a caminar con él.

Es la misma experiencia vivida por San Agustín, cuando interpelado por la Palabra de Dios, siente que su corazón es traspasado por el dardo encendido de su amor, rompe su sordera, ilumina su ceguera y lo lleva definitivamente a dejar la vida de “hombre viejo”, para revestirse totalmente del “hombre nuevo”, deseoso de caminar por el camino de la Verdad. De ese corazón encendido por el fuego del amor de Dios, brota un canto de alabanza y de entrega: “¡Oh amor, que siempre ardes y que nunca te apagas! ¡Caridad, Dios mío, ¡enciéndeme! da lo que mandas y manda lo que quieras” (Conf. X,29,40).

Entendida a la luz de la experiencia pascual vivida por los discípulos, podemos decir, entonces, que, una vez encendida la llama de la vocación, por el fuego del Espíritu, el vocacionado participa de la resurrección de Cristo, de su nueva vida, que le interpela desde lo más profundo de su ser a dejarlo todo e ir tras de él. Solo quien ha tenido un encuentro personal con el resucitado y se siente amado y llamado por él, nace de nuevo, vive de nuevo y camina como hijo de la luz. “El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

En este punto de la reflexión podríamos, entonces, preguntarnos ¿Qué significa nacer de nuevo y vivir desde el llamado, la experiencia de la resurrección de Cristo? La respuesta nos la da él mismo cuando dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame (Mt 16,24)”. Negarse a sí mismo y tomar la cruz no es otra cosa que ofrecerse al Padre como oblación, como su Hijo; donarse totalmente en una entrega incondicional; desprenderse de aquello que le ata en este mundo para ser libre y responder con libertad al llamado. Solo esta experiencia de “muerte” le permite al vocacionado decir con autenticidad: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal. 40,8). Después de esto viene el seguimiento como participación existencial en la muerte y en la resurrección de Cristo. Quien ha recorrido el mismo camino del Maestro, puede seguirlo, de lo contrario no.

Pedro, por ejemplo, entendió el sentido auténtico de su llamada cuando “resucitó” también, dando muerte a su orgullo autosuficiente, y participando de la nueva vida ofrecía por Cristo. “¿Me amas más que estos? (…) Apacienta mis ovejas (…) y dicho esto, le dice: Sígueme” (Jn 21, 15.19). También Pablo experimenta el paso de la muerte a la vida, en su llamada, cuando saliendo de la oscuridad que cegaba sus ojos, fue capaz de ver más allá de su entendimiento y se encontró con el Señor camino de Damasco.  ¿Qué quieres que yo haga?, le pregunta, a lo cual responde Jesús: Levántate (resucita) y entra en la ciudad (cf. Hch. 9,3-6).

El Papa Francisco ha expresado esta experiencia con un lenguaje sencillo y juvenil, en la Exhortación Apostólica Christus vivit: Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él es la más hermosa juventud de este mundo. Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida (…) ¡Él vive y te quiere vivo! (CV 1).

Pero ¿quién puede contener en su corazón el don del Espíritu, cuyo ardor quema y consume? Nadie. El que ha sido encendido por el fuego del Espíritu y vive la nueva vida en Cristo, su resurrección, ilumina, trasmite esa misma luz, nunca más vivirá en la oscuridad, sino como hijo de la luz y sus obras serán un reflejo de la grandeza de su corazón. Por esta razón, Jesús ha dicho: “Tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo de un cajón, sino sobre el candelero; y así alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos.” (Mt 5,15-16).

Al inicio del tiempo pascual la invitación es esta: enciéndete, vive, ilumina. Así como los discípulos descubrieron el sentido pleno de su llamado en el encuentro personal con el resucitado, también nosotros estamos llamados a descubrir nuestra vocación específica, aquella a través de la cual Dios quiere nuestra felicidad. Es necesario hacer un camino, el de la Pascua, morir y resucitar, para vivir y dar vida, para encendernos en el fuego de su amor e iluminar, para ser misioneros y dar testimonio. Concluyo con esta invitación del Papa Francisco a los jóvenes:

Enamorados de Cristo, los jóvenes están llamados a dar testimonio del Evangelio en todas partes, con su propia vida. San Alberto Hurtado decía que «ser apóstoles no significa llevar una insignia en el ojal de la chaqueta; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transformarse en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, poseer la luz, sino ser la luz […]. El Evangelio […] más que una lección es un ejemplo. El mensaje convertido en vida viviente» (CV. 175).

Juan Pablo Martínez OAR

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