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La decisión de seguir a Jesús

Este domingo concluimos la lectura del capítulo 6 de san Juan. Mons. Mario Alberto Molina nos recuerda la objeción de los discípulos frente a las palabras de Jesús. El evangelio resulta intolerable al modo de pensar puramente mundano todavía hoy, y la decisión de seguir o dejar a Jesús permanece como opción siempre abierta.

Durante cinco domingos hemos leído por partes el capítulo 6 del evangelio según san Juan. Hoy hemos escuchado su final. Ese capítulo comienza con el relato de la multiplicación de los panes en un lugar despoblado y continúa con una enseñanza de Jesús en Cafarnaúm. La enseñanza confronta a los oyentes con la necesidad de tomar una decisión. Los oyentes de Jesús se resisten ante sus palabras. Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso? ¿Qué resulta intolerable en el modo de hablar de Jesús? Bueno, de manera inmediata Jesús ha dicho: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Resulta intolerable que Jesús haya dicho él es el pan que da vida eterna; que diga que su carne y su sangre son alimento de vida eterna.

Es verdad que sus oyentes primero piensan que se trata de una invitación al canibalismo. Pero a lo largo de la historia, muchos han considerado intolerable que se les pida creer que el pan y el vino eucarísticos son el Cuerpo y la Sangre de Cristo y que a través del sacramento vayamos a obtener la inmortalidad. El discurso de la fe ha resultado siempre intolerable, y más todavía hoy, cuando un modo de pensar condicionado por la racionalidad de las ciencias ha relegado a la categoría de lo mitológico e inverosímil los acontecimientos sobrenaturales que acompañan la persona de Jesús. Muchos dirán que es intolerable pensar que él sea Dios; sus seguidores habrán creído eso, pero nosotros ya no, dicen. En consecuencia, sería intolerable pensar que resucitó de entre los muertos y más todavía que nació de una madre virgen por obra del Espíritu Santo. Es intolerable pensar que hiciera milagros. Es ficción pensar que volverá al final de los tiempos; que entonces resucitaremos corporalmente con él. Es intolerable creer en la vida eterna, pensamiento que además nos distrae de lo que verdaderamente importaría, es decir, lograr la sociedad en la que todos seamos iguales y no haya ni pobres, ni enfermos, ni corruptos, ni violentos.

La objeción de aquellos que escucharon a Jesús en Cafarnaúm es la primera de muchas objeciones a lo largo de la historia hasta el día de hoy. ¿Esto los escandaliza?, pregunta Jesús. Y propone un modo de acercarse a su persona, válido todavía hoy: El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. ¿Qué quiere decir Jesús? Que el modo de conocer de la fe es complementario a la razón. Para creer no debemos despojarnos de la razón; pero no debemos limitarnos a lo que la razón pueda comprobar. En Jesús Dios ha hecho irrupción de modo pleno en nuestro mundo, de modo que el horizonte de la realidad también se ha expandido para superar las limitaciones del mundo material. Pero para tener fe hay que comenzar por creer que Dios es la verdadera realidad que sostiene y da sentido a lo cotidiano y palpable. Él es la realidad que sostiene y está latente en la historia humana y social. Y es esa percepción la que transfigura la realidad cotidiana.

Un ejemplo de cómo la irrupción de Dios transforma las realidades de este mundo no lo ofrece la segunda lectura. San Pablo explica la relación entre marido y mujer a la luz de Cristo. Lamentablemente habla primero de la mujer y después del varón. Pero debemos leer primero el modo como Cristo transforma el papel del marido. Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola con el agua y la palabra. Poner el amor de Cristo hasta la muerte en la cruz como modelo del amor del esposo por su mujer es algo inaudito hasta entonces y todavía hoy. La idea mundana es que el marido manda, a veces caprichosamente, domina y subyuga; a él todos deben obediencia y acatamiento; o la otra alternativa es que el matrimonio es un pacto entre dos personas para pasarla bien mientras se lleven bien. Nada de eso aparece en la figura del marido que dibuja Pablo desde la de Cristo. Así los maridos deben amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. El que ama a su esposa se ama a sí mismo, pues nadie jamás ha odiado a su propio cuerpo, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia. ¿Qué significa este cambio de perspectiva para la vida conyugal y familiar? Que en la familia fundada en la fe, el marido es el que toma la iniciativa para hacer del amor, del respeto, del cuidado, de la preocupación por la esposa y por los hijos la actitud que rige las relaciones interpersonales en el matrimonio. La unidad familiar no se funda en el do- minio del padre de familia y en la sumisión y obediencia de los demás, sino en el amor para buscar el bien de la esposa, que es parte suya, y que debe cuidar como a sí mismo.

Entonces, ¿qué puede significar el respeto y la obediencia de la mujer al marido, cuando el marido ni domina ni señorea, sino que busca servir y cuidar, amar y entregarse a sí mismo por el bien de su esposa? San Pablo dice: Que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo. Pablo dice a las mujeres que su actitud ya no es la del miedo y de la sumisión, sino la de dejarse amar por sus maridos y corresponderles con fidelidad. La Iglesia no le teme a Cristo; lo ama, lo imita, le obedece para su propio bien. Cuando entendemos el matrimonio desde la realidad marcada por el pecado, el egoísmo, el dominio y la violencia, las mujeres resultan esclavas y servidoras del marido. Pero cuando leemos primero lo que san Pablo pide a los maridos y de qué manera su propuesta transforma la realidad del matrimonio, entonces por fuerza se transforma también la comprensión de lo que se dice a las mujeres. El marido es cabeza de la mujer en cuanto él introduce la dinámica de la entrega, del sacrificio, del servicio, para que su familia sea sacramento de santidad. El amor redentor nace de Cristo, se hace operativo en la familia a través del marido y encuentra su fruto en la unidad familiar. La mujer corresponde al amor del marido con fidelidad, con entrega de sí, con amor fecundo. Cristo ama a la Iglesia hasta dar su vida por ella; la Iglesia vive del amor de Cristo y se lo devuelve en fidelidad, en confianza, en amor hasta la muerte. Así transforma Cristo la realidad. ¿Es también intolerable este modo de hablar? Cristo deja libertad para elegir: ¿También ustedes quieren dejarme? Nosotros queremos responder como Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros sabemos que tú eres el santo de Dios.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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