El autor reflexiona sobre uno de los libros de Francisco Moriones sobre el pensamiento de San Agustín.
En este tiempo de pandemia será bueno que aprovechemos en leer buenos libros que nos formen y apoyen en nuestra labor pastoral. Uno de esos libros que no deben faltar en la biblioteca de nuestra comunidad es “Teología de San Agustín” del P. Francisco Moriones. Todo él es un excelente tratado sobre el pensamiento de nuestro Padre. En esta ocasión quiero resaltar lo bien que nos explica por qué a San Agustín se le llama el “doctor de la gracia” y al mismo tiempo el “doctor de la caridad”.
En el capítulo XVI nos expone la Antropología Sobrenatural diciendo: “Gloria de Agustín fue el exponer la parte que corresponde a Dios y al hombre en el negocio de la salvación y el armonizar las relaciones entre la gracia y la libertad humana”. Defendió la gracias entre los pelagianos que ponían excesiva confianza en las fuerzas de la naturaleza y decían que sin ella el hombre puede cumplir todos los mandamientos divinos. Por otro lado, contra los maniqueos rechazó una desconfianza fatalista y pasiva, que anula todo esfuerzo personal porque niega el libre albedrío.
San Agustín dice que tanto para el comienzo de la fe (initium fidei) como para la perseverancia final se requiere la ayuda de la gracia. Hay dos clases necesarias de medicina. Es el Dios soberano quien concede la luz que ilumina nuestras tinieblas y la lluvia suave con que fructifica la tierra de nuestro espíritu. Esta es la oración de Agustín: “Enséñame la dulzura inspirándome la caridad; enséñame la ciencia iluminándome el entendimiento” (En in ps. 118). Esta es la gracia interna de la “inspiración de la caridad,” que ilumina el entendimiento para que sepamos lo que debemos hacer, pero sobre todo, que enciende el amor de Dios en la voluntad para que hagamos lo que sabemos que debemos hacer.
La necesidad de la gracia es absoluta. Dice el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5) por lo que Agustín deducirá de ahí esa famosa frase: “Da lo que manda y manda lo que quieras” (Da quod jubes, et jube quod vis).
Otro principio agustiniano es la gratuidad de la gracia. La dispensación de la gracia no tiene relación alguna con las obras realizadas por el libre albedrío, esto es, con las obras que uno hace por su propia cuenta. “La gracia precedió a tus merecimientos. No procede la gracia del mérito, sino el mérito de la gracia” (S, 169, 2,3).
En cuanto a la eficacia de la gracia enseña Agustín que no sólo no anula el libre albedrío, sino que causa la verdadera libertad en la voluntad del hombre. Cuanto más siervos somos de la caridad, más libres estamos de pecar, porque en tanto es libre la voluntad en cuanto es buena y concluye “No abuses, pues de la libertad para pecar libremente sino úsala para no pecar. Tu voluntad será libre, si es buena. Serás libre si fueres siervo; libre del pecado, siervo de la justicia” (In Io. ev. 41,8).
Cuanto más amamos a Dios, más libres somos. Por eso escribe en otro lugar: “La ley de la libertad es la ley de la caridad” (Ep 167, 6, 19). Agustín es el “doctor de la caridad” porque en el sistema agustiniano es la caridad o amor lo que da razón de la eficacia de la gracia y porque en San Agustín la caridad es también la virtud sobre la cual se centra toda su espiritualidad. Lo que es el peso para los cuerpos es el amor para las almas. (Amor meus, pondus meum). En la ascética agustiniana, la delectación representa como el peso del alma. Si los deleites terrenos atraen nuestro amor, ¿cuánto más nos deberá atraer Cristo Jesús en quien se centra toda la verdad, la justicia, la hermosura espiritual?
La justificación es obra libre de la iniciativa de Dios pero exige la respuesta también libre del hombre. Muchas veces en nuestra predicación lo decimos: “Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti” (S. 169, 11, 13) con lo que estamos afirmando que para nuestra salvación se requiere la cooperación humana.
Y para terminar, consideremos los admirables efectos que la gracia santificante produce en nosotros que nos hace participantes de la naturaleza divina, y por tanto, verdaderos hijos adoptivos de Dios, herederos del cielo, hermanos de Cristo y templos de la Santísima Trinidad. Según esto sólo nos queda estimar cada vez más el vivir en gracia de Dios. No nos puede llenar el acaparar bienes materiales o el sentir todos los placeres mundanos. Un religioso lo que más ha de valorar es amar cada día más a Dios. A Dios nos acercamos por el amor: “En este camino, nuestros pies son nuestros afectos” (En. In ps. 194,4). La perfección cristiana se centra en el amor y se mide por el amor. Por eso en nuestro escudo lo primero va el corazón y luego el libro de las Escrituras. Todo esto y muchísimo más lo encontramos leyendo el sabroso libro del P. Francisco Moriones.
Ángel Herrán OAR