El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 6 de febrero.
Las tres lecturas que acabamos de escuchar tienen un elemento en común. Todas se refieren a una experiencia extraordinaria de Dios que da origen a una misión. El profeta Isaías estaba en el templo y allí tuvo una visión especial. Vi al Señor sentado sobre un trono muy alto y magnífico. La orla de su manto llenaba el templo. Rodeando a Dios, unos serafines cantaban la santidad de Dios: Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos; su gloria llena toda la tierra. Isaías se siente aturdido ante la visión y viene a su conciencia su condición pecadora: Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros. Llama la atención que Isaías sienta su pecado en la boca, quizá Dios así se la hizo sentir, pues sería a través de sus labios que él tendría que pronunciar el mensaje santo de Dios. Un ángel purifica a Isaías con unas brasas y entonces Isaías se dispone a recibir de Dios la misión: Aquí estoy, Señor, envíame.
El caso de Pedro y sus compañeros en el relato evangélico es parecido. Jesús está a la orilla del lago. Una multitud quiere escucharlo. Ve dos barcas que están en la playa y se sube a una de ellas para hablarle a la gente. Es la de Pedro. Al terminar la enseñanza Jesús le ordena a Pedro que salga a la mar a pescar. La orden no tiene lógica para el pescador experto. Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada. De noche, cuando es tiempo para pescar, hemos fracasado; ahora de día, nuestro fracaso será todavía mayor. Pero Pedro ha escuchado la enseñanza de Jesús, quizá intuye una realidad superior en la persona de Jesús, y decide hacer lo que humanamente es un absurdo: Confiado en tu palabra, echaré las redes. El éxito es total, tan grande que tienen que llamar a los compañeros de la otra barca para que les ayuden con la carga. Pedro cae estupefacto ante Jesús. Tanto él como sus compañeros estaban llenos de asombro al ver la pesca que habían conseguido. Este no es un hombre, es Dios. Pedro tiene una reacción muy similar a la de Isaías: Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador. Se siente y se conoce pecador, indigno de estar en la presencia de Dios. Aun así, Jesús lo llama y lo envía: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Y ellos dejándolo todo, lo siguieron.
En la segunda lectura, también Pablo cuenta su experiencia con Dios que dio origen a su vocación de apóstol. Pablo escribe a los corintios acerca de la necesidad de creer en la realidad de la resurrección de Jesús como fundamento de la esperanza en nuestra propia resurrección. En Corinto, al parecer, comenzaban a circular ideas de que la resurrección de Jesús era una especie de metáfora. Algunos quizá dirían lo que a veces se escucha también hoy: Jesús ha resucitado en el recuerdo de sus discípulos donde permanece vivo. No, dice Pablo. La resurrección de Jesús no es el recuerdo que sus discípulos puedan tener de él. La resurrección de Jesús es su existencia real en Dios y para Dios, no en la memoria de los hombres. Y la prueba de que la resurrección es algo que le pasó al mismo Jesús, no algo que pasa en la mente de sus discípulos, son sus apariciones. Se apareció a Pedro y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron. Más tarde se le apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Y al final de la lista, Pablo se coloca a sí mismo, porque él también ha tenido un encuentro con Cristo resucitado. Pero reconoce que fue una aparición del todo inmerecida y fuera de tiempo. Finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol. Pablo, pues, reconoce también la inadecuación, la insuficiencia, la indignidad de su persona para merecer la llamada que ha recibido. Solo el favor de Dios lo sostiene: Por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia no ha sido estéril en mí. Y la primera gracia que se le concedió fue ver a Cristo resucitado.
Las tres experiencias nos enseñan algo acerca de nuestra fe. Nuestra fe tiene doc-trina, pero no es simplemente una doctrina elaborada por la mente humana, sino que es una doctrina que nace de la revelación de Dios, de lo que Dios ha dado a conocer de sí mismo a través de las obras que ha realizado para nuestra salvación. Nuestra fe se expresa en ceremonias y liturgias, pero no consiste en esas ceremonias, sino que esos ritos y liturgias tienen el propósito de ponernos en comunión con ese Dios que se ha manifestado en Jesucristo y hacernos participar de manera mística en las mismas obras de nuestra salvación. Nuestra fe también incluye mandamientos morales que hay que obedecer, pero la fe no consiste en una lista de preceptos que hay que cumplir porque así lo manda la Iglesia, sino que esos mandamientos nos guían para que nuestra conducta sea constructiva y corresponda a la voluntad de Dios hacia nosotros para nuestra salvación. Nuestra fe no es para personas que se esfuerzan por alcanzar a Dios por el propio y solo esfuerzo moral o intelectual, sino que nuestra fe es para quienes se reconocen pecadores y enfermos, necesitados de recibir de Dios perdón y salud y por eso se confían a Dios más que a sus propios logros. Nuestra fe se transmite a través de hombres como Isaías, Pedro o Pablo, que se reconocen pecadores, pero que han reconocido también que es Dios quien los llama y envía; que su misión no es iniciativa propia; por eso nuestra fe y nuestra Iglesia no son obra de los hombres sino de Dios a través de ellos. Por la gracia de Dios soy lo que soy, dice san Pablo, y su gracia no ha sido estéril en mí. Nuestra Iglesia no es una construcción meramente humana, sino presencia de Dios y de lo sagrado en el mundo de los hombres. Nuestra fe es convocatoria para que nos planteemos nuestra vida en referencia a Dios que está más allá de este mundo, que sin embargo vivió en este mundo como hombre y que incluso habita por su Espíritu en nuestros corazones. Nuestra fe no tiene el propósito principal de resolver los múltiples problemas, necesidades, carencias y retos de este mundo temporal, sino que tiene el propósito de abrir nuestra mirada y nuestra vida a la realidad de Dios que sobrepasa nuestro tiempo y nuestro espacio y así darnos aliento y sentido para aliviar en lo que podamos y remediar en lo que sea posible esas mismas carencias y necesidades en medio de las cuales vivimos y alcanzar así la salvación eterna.
Mons. Mario Alberto Molina OAR