Una palabra amiga

La recompensa, en el cielo

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 13 de febrero.

Acabamos de escuchar la proclamación de las bienaventuranzas con que Jesús inició su instrucción a las multitudes. Se parecen mucho a las bienaventuranzas que Jesús proclamó en el evangelio según san Mateo, pero son distintas en muchos aspectos. El evangelista san Mateo nos dice que Jesús subió a un monte y allí se sentó a enseñar a las multitudes; san Lucas nos dice que Jesús bajó del monte y se detuvo en un llano. Estas bienaventuranzas son cuatro, mientras que en san Mateo son nueve; además, en san Lucas, Jesús añade cuatro malaventuranzas opuestas y contrarias a las bienaventuranzas. Esto no lo hace Jesús en el evangelio según san Mateo. Por último, en san Mateo, Jesús se refiere en abstracto a los pobres de espíritu, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos; solo en la novena bienaventuranza se dirige directamente a los oyentes: dichosos serán ustedes. En cambio, Jesús en san Lucas, habla directamente a los que reciben las bienaventuranzas y las malaventuranzas, como si unos y otros estuvieran allí presentes escuchándolos. Todas estas diferencias nos obligan a hacer un esfuerzo mayor para interpretar estas bienaventuranzas y malaventuranzas de Jesús en san Lucas en coherencia con la enseñanza del resto del evangelio.

Jesús llama dichosos o bienaventurados a sus oyentes pobres, que tienen hambre, que lloran y que serán perseguidos y aborrecidos por causa del Hijo del hombre. La dicha consiste en que, si ahora están en una situación de indigencia, de carencia, de tristeza o persecución, esa situación se revertirá en el futuro: de ustedes es el Reino de Dios; su recompensa será grande en el cielo; serán saciados, reirán. En cambio, a sus oyentes ricos, hartos de comida, que se ríen de complacencia y que reciben la alabanza del mundo, Jesús les anuncia un futuro de condenación e infamia. Ya tienen su consuelo, tendrán hambre, llorarán de pena, recibirán el trato de los falsos profetas.

Este es un pasaje difícil de entender, pues es el único texto en todo el Nuevo Testamento en el que pareciera que una situación de carencia, como ser pobres o llorar, se convierte en fundamento de salvación. Pareciera que los pobres por ser pobres ya tienen el Reino de Dios y los ricos, por ser ricos no tendrán consuelo futuro, pues ya lo tienen ahora. No queda explícito ningún requerimiento de fe o de calidad moral. En todos los otros pasajes del Nuevo Testamento, sea la enseñanza de Jesús, sea la enseñanza de los apóstoles, la salvación final depende tanto de la fe en Cristo como de la obediencia a los mandamientos de Dios, especialmente el mandamiento de la caridad.

De todas las sentencias de Jesús en este pasaje, la única que hace explícito el motivo de la fe es la cuarta positiva: Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas. En esta sentencia queda clara que la bienaventuranza no se refiere a cualquier persecución, rechazo o exclusión que pueda sufrir una persona, sino a aquella persecución a causa de que uno es creyente en el Hijo del hombre, es decir, en Cristo muerto y resucitado. En esta bienaventuranza también queda explícito que la recompensa no es aquí en la tierra, sino en el cielo.

A partir de esta bienaventuranza podemos hacer el intento de entender las demás. Cuando Jesús dice que el Reino de Dios es de los pobres, que los que tienen hambre serán saciados y los que lloran reirán, hay que entender que esos pobres son los que no tienen seguridad propia, sino que la ponen en Dios; esos que tienen hambre son los que no tienen quizá alimentos materiales, pero desean a Dios; esos que lloran lamentan sus carencias temporales, pero tienen su esperanza puesta en Dios. Porque, al revés, los ricos que ponen su confianza y su seguridad en sus riquezas descubrirán que esas riquezas solo dan una satisfacción temporal; los que están satisfechos porque tienen qué comer, descubrirán que hay necesidades más profundas que la satisfacción de las carencias temporales y se encontrarán indigentes. Esos que ríen de autosuficiencia y orgullo descubrirán demasiado tarde su indigencia y carencia de Dios. Esos que gozan de buen nombre y fama ante los hombres descubrirán demasiado tarde que lo que importaba era tener renombre y fama ante Dios.

Estas bienaventuranzas y malaventuranzas de Jesús son la proclamación de que Dios es la única y verdadera riqueza, alegría y plenitud del corazón humano. Por eso, la Iglesia nos propone en primera lectura y en el salmo responsorial dos textos que proclaman abiertamente eso mismo que Jesús dijo algo oscuramente en el evangelio. Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa. En cambio, bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor no lo sentirá. O como hemos repetido en el salmo responsorial: Dichoso el hombre que confía en el Señor.

Esta enseñanza es particularmente pertinente en la actualidad, pues vivimos en una cultura en la que cada vez menos se habla de Dios. Más bien la sociedad nos ofrece oportunidades de distracción, entretenimiento y diversión para que no pensemos en nada serio ni nos preguntemos por el sentido de nuestras vidas. Se nos hace creer que tener, comer y pasarla bien es todo lo que hay en la vida. A veces hasta dentro de la Iglesia algunos dan a entender que lo único importante que debemos hacer es resolver las necesidades temporales de la gente. Pero a aquellos que pensaban que la fe era de beneficio solo para remediar los males de este mundo, san Pablo les enseñaba: Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan solo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres. La fe tiene el propósito de enseñarnos el camino hacia la eternidad de Dios. Y como queremos llegar a Dios, sabemos que debemos caminar en este mundo con responsabilidad, en servicio al prójimo y obediencia a la voluntad de Dios. El camino al cielo se hace actuando aquí en la tierra de manera recta y solidaria. Pero nuestra meta está en el cielo, es Dios.

Mons. Mario Alberto Molina OAR

X