El obispo agustino recoleto Mons. José Luis Azcona recibió el pasado viernes el Premio Internacional Jaime Brunet a la defensa de los derechos humanos, un trabajo que solo se explica desde su amor a Dios y a la humanidad.
Mons. José Luis Azcona fue amenazado de muerte en varias ocasiones durante su etapa como obispo de la Prelatura de Marajó (Brasil). El prelado agustino recoleto nunca calló ante las injusticias y la vulneración de los derechos que sufrían miles de personas -adultos y menores de edad- en su región, aunque su voz incomodaba a mafias, gobiernos y organizaciones internacionales. Nunca, incluso antes de ser ordenado obispo, permaneció en silencio e hizo lo que estaba en su mano por las personas que sufrían algún tipo de injusticia.
Este incansable trabajo ha sido reconocido por muchas organizaciones, instituciones y universidades. El último de los premios se lo otorgó la Universidad Pública de Navarra, que le entregó el Premio Internacional Jaime Brunet a la promoción de los Derechos Humanos. El pasado viernes 6 de mayo, Mons. Azcona recibió este reconocimiento. En sus palabras de agradecimiento, priorizó la verdad, la libertad y la justicia como valores básicos para conseguir la paz, todo ello con el amor como sustento.
Su defensa de la igualdad, su lucha contra la trata y la prostitución infantil, tienen el amor de Dios como fundamento. Sin embargo, esta convicción no es innata a Dom José Luis -como le conocen en Marajó-. Cuenta el obispo hoy emérito de esta prelatura que con 41 años «nuestro Señor tocó mi corazón». «Me convenció de que era un pecador», dijo. Estando en un retiro espiritual en Madrid, mientras realizaba una profunda reflexión, «oí una voz que me decía: ‘José Luis, tú no me amas, y no amas a nadie'». Azcona se quedó «estremecido» porque esa voz nunca la había escuchado y ante ella «poco podía hacer».
Mons. José Luis Azcona discutió con esta voz, exponiendo todas aquellas veces en las que él, según su entender, había demostrado su amor por Dios y por el prójimo. Por ejemplo, cuando dormía en el suelo por la redención de los pecadores, o cuando atendió la capellanía extranjera en Alemania durante los años 60. Pero esa voz no remitía: «José Luis, José Luis, tú no me amas, y no amas a nadie».
Tras acudir al sacramento de la confesión, entendió, a través del sacerdote conversor, que Dios le preparaba una de las gracias mayores de su vida. Un día más tarde, el 24 de abril, fiesta de la conversión de San Agustín, en su oración, uno de los sacerdotes que acompañaban la reflexión leyó una de las frases más conocidas de San Agustín: «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé». «Era como flechas que traspasaban mi corazón», recuerda. Comenzó entonces a llorar a la vez que se vió envuelto en una paz inmensa.
«Desde aquel día Dios hizo un hombre nuevo por su gracia y por su misericordia», dice. Desde entonces hasta hoy «continúo siendo ese hombre nuevo». Gracias a ese encuentro, Mons. Azcona entendió que sin el amor, nadie tiene sentido. Por eso, la defensa de los derechos humanos, por la que ha dejado su vida, solo puede entenderse desde el amor que Dios le tiene a la humanidad.