Comenzamos esta reflexión con unas preguntas que las encontramos en el Antiguo Testamento: ¿Qué otra nación hay tan grande como la nuestra? ¿Qué nación tiene dioses tan cerca de ella como lo está de nosotros el Señor nuestro Dios cada vez que lo invocamos? (Dt 4,7).
Nuestro Dios está cerca y nos pide siempre que estemos cerca unos de otros. Así es nuestro Dios: un Dios que está cera, que siempre camina con nosotros, que siempre nos va creando, que nos va defendiendo y que nos salva.
Es tal su cercanía con nosotros que al inicio de la creación nos ha creado a su imagen y semejanza, para que estemos con él, para que podamos caminar con él, para cooperemos con él. Mas nuestra tentación o nuestro error es alejarnos de Él. Nos escondemos de Él, por lo que ya dejamos de ser cocreadores con Dios. Efectivamente, si lo sacamos de nuestras vidas, si nos alejamos del Él, comienzan los problemas entres los hermanos: ahí tenemos el conflicto de Caín y Abel. Además comenzamos actuar al margen de Dios, y olvidamos el amor originario que Dios tiene a cada uno de nosotros.
Nuestra imagen de hijo se va empañando debido a la actitud de cada uno de nosotros los humanos: hemos querido usurpar el rol de Dios, o hemos queridos hacernos un Dios a nuestra imagen y semejanza, que coincida con mi proyecto, con mi capricho. Debido a ello, rechazamos esa cercanía de Dios Creador, porque pareciera que Dios es un obstáculo para mi vida.
Este Dios Creador, que quiere sin duda salvarnos o devolvernos la dignidad, nos regala a su Hijo —también Dios—, para que nos salve, como dice el Papa Francisco: Cuando viene a nosotros, a habitar con nosotros, se hace hombre, uno de nosotros; se hace débil, y lleva su debilidad hasta la muerte, y la muerte más cruel, la muerte de los asesinos, la muerte de los más grandes pecadores. La proximidad humilla a Dios. Se humilla para estar con nosotros, para caminar con nosotros, para ayudarnos, para salvarnos, porque su único plan es que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad.
Nuestro Dios se hace tan cercano que Él mismo se abaja por medio de la Encarnación de su Hijo; se hace igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Este Dios escandaliza, este Dios se humilla, se humaniza, con la sola intención de que nos amemos y de salvarnos. Este Dios es capaz de esta locura: la cercanía y la muerte horrorosa en la Cruz. Ciertamente, este Dios es un escándalo para los que no creen en él, puesto que viene nuestro Dios haciéndose semejante a nosotros, solo para salvarnos por medio de su Hijo, para que seamos hermanos entre nosotros y, además, hijos en el Hijo.
Nuestra vida siempre está en tensión, en si creer o no creer en este Dios tan humano, tan tangible para con nosotros. Algunas veces queremos vivir es al margen de este Dios, y perdemos nuestra imagen y semejanza con Él. Sin embargo, para eso está Jesús, para enseñarnos cómo debemos de vivir, cómo hemos de actuar, para que podamos recuperar esa imagen empañada por el pecado. Así pues, gracias a Dios Salvador por medio de su Hijo, nos es posible recuperar esa dignidad de hijos.
Esta obra de salvación no acabó en la Cruz, ni en la resurrección del Señor, sino que siguió y continúa manifestándose hoy por nosotros los hombres, y con un gran “colaborador”: el Dios Espíritu Santo, que es el defensor, que nos guía y nos ilumina para llevar acabo esta obra de salvación.
Ese Espíritu Paráclito, consolador, promesa divina de Jesús, juntamente con el Padre es quien nos va guiando e iluminando hoy a nosotros los hombres de buena voluntad, para llevar acabo esta obra de salvación del Padre. Es regalo del Hijo, que nos da para que sea Él, el defensor y abogado nuestro y de la obra de Dios. Lo podemos corroborar con las palabras de san Juan: … cuando el Padre envíe al Abogado Defensor como mi representante —es decir, al Espíritu Santo—, él les enseñará todo, y les recordará cada cosa que les he dicho. Nos va ayudar a recodar todo lo que Jesús nos ha dicho y ha hecho en esta vida.
Antes de retornar al Padre, Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo, Espíritu de la verdad, que “procede del Padre” (Jn 15, 26), y que será enviado por el Padre a los Apóstoles y a nosotros, que somos el nuevo pueblo de Dios. A lo largo del peregrinar del pueblo de Dios, nos hemos dado cuenta de esa presencia del Espíritu como defensor, porque la Iglesia a lo largo de sus existencia ha sufrido mucha persecución y ha encontrado dificultades. Pero ha estado el Espíritu defendiendo e iluminando al pueblo de Dios, para que se mantenga viva la obra del Padre.
Quiero finalizar con una frase de un salmo, que nos ayuda ver a nuestro Dios como creador, salvador y defensor: Solo Dios me da tranquilidad; solo él me da confianza. Solo él me da su protección, solo él puede salvarme; ¡jamás seré derrotado! Dios es mi salvador; Dios es mi motivo de orgullo; me protege y me llena de fuerza. ¡Dios es mi refugio y mi defensor! (Sal62, 5- 7). Que Dios, creador, salvador y defensor, sea nuestro refugio y nuestra fuerza en estos momentos tan difíciles y tan duros que vamos viviendo en nuestra historia.
Wilmer Moyetones OAR