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El sínodo de Santo Tomás de Villanueva

El santo agustino convocó, al poco de comenzar su episcopado en Valencia, un sínodo diocesano para renovar la Archiócesis y el clero. 

Los dos aspectos más conocidos de la doctrina de Santo Tomás de Villanueva son su entrega incondicional a los más pobres y su profundo servicio a la Iglesia. Como obispo de Valencia (España), entregó todo lo que tenía a los más necesitados, incluso su propia cama, y trabajó incansablemente para que su diócesis fuera fiel a la Iglesia y al Evangelio.

Ejemplo de ello fue el comienzo de su episcopado. Tres años después de haber sido ordenado arzobispo de Valencia, Tomás de Villanueva organizó la celebración de un sínodo diocesano con el objetivo de escuchar y «restaurar la observancia religiosa y la vida cristiana en todos los estamentos diocesanos», según narra fray José Manuel Bengoa en su libro Tomás de Villanueva, Limosnero de Dios, publicado por la Editorial Augustinus. 

De la misma forma que el Papa Francisco convocó un proceso sinodal en la Iglesia, «llamados a la unidad, a la comunión, a la fraternidad que nace de sentirnos abrazados por el amor divino», el santo agustino ordenó un sínodo para caminar juntos y renovar la vida de la archidiócesis. Los frutos de este sínodo fueron importantes: de él nació una residencia para estudiantes universitarios o la reforma del clero. Todo ello lo narra José Manuel Bengoa.

El Sínodo diocesano de Valencia

La ciudad que encuentra su arzobispo es urbe poderosa y rica, cabeza de una región económicamente sólida y saneada, y con una dinámica expansiva tanto en población como en producción de bienes y riqueza. La pujanza de la clase urbana queda visiblemente materializada en sus edificios públicos, y fundamentada en la espectacular actividad de su puerto marítimo. Las torres de las doce iglesias parroquiales en las que está distribuida la feligresía valenciana, más las de los cuarenta conventos de diferentes órdenes monásticas y mendicantes, así como las innumerables capillas erigidas por gremios y cofradías, «daban a aquella urbe encerrada entre sus muros el aspecto de un inmenso monasterio donde, a todas horas y desde todos los puntos, centenares de campanas llamaban a las gentes a rendir culto a Dios».

La capital mediterránea guarda, además, otras realidades penosas. Una de ellas es la que descubre el arzobispo al día siguiente de su llegada. Después de celebrar misa en acción de gracias por el feliz arribo a su sede, fray Tomás celebra misa en la Catedral. Finalizada esta, se dirige a las cárceles donde cumplen prisión los eclesiásticos convictos y culpables de delitos graves. Lo que en esta visita ocurre descríbelo así uno de los biógrafos del santo:

«Entró por ellas, y como visitándolas hallase unos calabozos que se llaman távega [mazmorra, prisión subterránea], y los viese muy oscuros, húmedos y tristes, preguntó: ¿Háse puesto aquí alguna vez algún eclesiástico? Respondiéronle que sí, y que para eso servían. Mostró en su semblante gran pena y espanto […]. Las mandó luego cerrar y llenar de tierra, diciendo: “No lo manda Dios, que por orden o voluntad mía sea puesto algún clérigo en tan horrendo lugar; por otro camino hemos de corregir y ganar las almas de nuestros hermanos”».

Quienes explican el estado de la Iglesia en la capital valenciana, diagnóstico que es aplicable por igual a todo el reino valenciano, señalan el abandono de la diócesis perpetrado por los distintos arzobispos, que desde el año 1427 anteceden a fray Tomás de Villanueva en el ministerio episcopal, como la causa más importante de la situación que se padece.

La renovación a la que Tomás de Villanueva convoca a su iglesia diocesana, y que él desea emprender y culminar, se fundamenta en tres sólidos pilares: elección de colaboradores afines a sus ideales y fieles a su persona, la visita pastoral a la diócesis, y la celebración de un sínodo diocesano destinado a corregir abusos y restaurar la observancia religiosa y la vida cristiana en todos los estamentos diocesanos.

Es a finales de febrero de 1545 (este mismo año, si bien a mediados de diciembre, inaugura sus trabajos el Concilio de Trento), cuando el obispo fray Tomás inicia la visita pastoral a su extensa diócesis. Comienza por las iglesias de la capital, y sigue por las de los pueblos. Siete meses agotadores y fecundos consume en visitar parroquias y conocer a sus ovejas. Este conocimiento le sirve para convocar y celebrar a primeros de junio de 1548 un sínodo diocesano, que impulsará eficazmente la renovación cristiana y espiritual de toda la archidiócesis. Porque el sínodo diocesano es la asamblea eclesiástica que, tras analizar el estado religioso de la diócesis, arbitra medios para corregir los abusos detectados, «y adaptar la vida de las iglesias locales a la nueva situación histórica y sociológica en la que se vive». Con esta finalidad y ayudado por el obispo auxiliar recién consagrado, monseñor Segrián, preside las sesiones que, durante cuatro días —del 12 al 15 de junio— se celebran en la sala capitular de la catedral. Es el propio arzobispo quien, al final, redacta los cánones que van a servir para encauzar la reforma moral de clero, religiosos, seglares, y la formación cristiana de los conversos y de sus hijos niños, cánones de los que se servirán sus sucesores en la sede valenciana, tanto Martín Pérez de Ayala como san Juan de Ribera.

Los primeros beneficiarios de este renacimiento cristiano son los propios sacerdotes diocesanos. Hasta ellos llegan los consejos, advertencias e indicaciones episcopales mediante el ministerio de los visitadores. Estos son sacerdotes escogidos por el mismo fray Tomás, para mantenerse al tanto de las preocupaciones, angustias e inquietudes de un clero que, cuando él llega a Valencia, adolece de una moralidad bastante relajada, situación en no pocos casos favorecida por falta de recursos económicos y, sobre todo, «por la reiterada ausencia de un padre que se interesase por ellos».

José Manuel Bengoa OAR. Tomás de Villanueva, Limosnero de Dios. Editorial Augustinus

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