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El ciego de Belén

Este cuento de Navidad, escrito por fray Enrique Eguiarte y que narra la historia de un grupo de pastores que acudían a Belén, muestra la importancia de la fe y la oración para encontrarse con Jesús.

Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: os ha nacido hoy en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace. (Lc 2,8-14)

Todos conocemos lo que sucedió en la primera Navidad, ya que los evangelistas Mateo y Lucas nos lo relatan con fidelidad. De este modo, sabemos que un ángel se apareció a los pastores para anunciarles el alegre mensaje del nacimiento de Cristo en Belén (Lc 2,10). Y después de este anuncio, una multitud del ejército celestial se apareció junto a este ángel para alabar a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.

Los pastores, entonces, fueron a toda prisa a adorar al Salvador. Y es aquí donde comienza nuestra historia. Todos los pastores después de haber visto al ángel, corrieron gozosos junto con sus rebaños hacia Belén para adorar al Niño. Unos a otros se preguntaban qué le podrían llevar como presente y mutuamente se decían:

– Yo le llevaré estos corderitos que acaban de nacer esta noche.

– Pues yo –decía otro de ellos– le llevaré un poco de queso y de miel que tengo en el zurrón.

Otro comentaba mientras iba caminando con gozo:

– Yo le cantaré la canción más alegre al son del mejor de mis panderos.

Y el pastor Macario, protagonista de nuestra historia, les decía a los demás:

– Pues yo le llevaré esta hermosa piel para que el niño no pase frío en estas oscuras noches de invierno.

Y así, entre cantos y alegría, con el balido de sus ovejas y rebaños, los pastores iban alegres hacia Belén. Cuando ya faltaban pocos kilómetros, el alegre grupo de los pastores de pronto perdió el camino y, como había caído una tiniebla muy espesa, no podían ver el cielo, ni las estrellas y no sabían dónde estaba el lugar al que se dirigían. Caminaron un momento sin rumbo y de pronto se detuvieron. Se dijeron unos a otros:

– Ya estábamos cerca de Belén y de pronto esta niebla nos ha impedido seguir el camino. ¿Qué camino debemos seguir?

– Sigamos en esta dirección –indicó el pastor Facundo, señalando hacia un lado–.

– No, –le dijo el pastor Romualdo– pues esa es la dirección de la que hemos venido.

– Sigamos adelante por aquí –intervino el pastor Nemesio, señalando otra dirección–.

Y enseguida el pastor Nicasio le contestó:

– No, te equivocas. En esa dirección nos alejaremos de Belén.

Y estaban todos confundidos. Fue entonces cuando el pastor Macario se dirigió a los demás, que comenzaban a enfadarse:

– ¡Calma hermanos pastores, calma y serenidad! Para poder encontrar a Jesús, necesitamos dejarnos guiar por la fe en medio de la oscuridad. La fe es un don y, por ello, debemos pedirla a Dios; Él debe iluminar nuestro sendero. Os invito a que hagamos un momento de oración para pedirle al Señor que nos indique cuál es el camino que tenemos que seguir. ¡Pongámonos de rodillas y oremos en silencio a Dios!

Algunos pastores no estaban de acuerdo y respondieron:

– ¡No Macario, no nos vengas con esas cosas! Tenemos prisa por llegar a Belén y no tenemos tiempo que perder. Ya ves lo que nos dijeron los ángeles, que fuéramos rápido.

– Sí, –respondió–, es verdad que nos dijeron que fuéramos aprisa, pero acordaos que nos dijeron que nos íbamos a encontrar con Jesús, el Hijo de Dios, y para ello necesitamos fe. La fe es un don que viene de lo alto, que nos ayuda a caminar en la oscuridad confiando en Dios y en su luz. Por ello, recojámonos un poco y hagamos un momento de oración.

– ¡No, yo no voy a perder el tiempo con esas cosas de oraciones! –dijo Nemesio–. Estoy seguro de que Belén está en esta dirección, –y señaló en una dirección–. Los que quieran llegar a Belén sin perder el tiempo, que me sigan.

Algunos pastores le hicieron caso a Nemesio y de pronto salieron corriendo con sus rebaños en esa dirección. Iban con prisa y casi atropellándose. Ya no cantaban alegres. Sólo corrían. Entre las nubes espesas de la tiniebla, sólo se oía el retintineo de los cencerros de algunas ovejas. Poco a poco, el sonido de los cencerros se fue apagando, y se perdieron en medio de la niebla.

Macario insistió:

– Hermanos pastores, oremos al Señor. Pidamos que nos revele el camino para encontrar al Salvador.

Los pastores que se habían quedado con el pastor Macario se arrodillaron, y todos juntos oraron en silencio al Señor. De pronto vieron que venía hacia ellos la débil luz de una lámpara. Era un ermitaño ciego que vivía en los alrededores de Belén. Al verlo, todos se llenaron de alegría.

– Buenas noches hermano –empezaron a gritar uno a uno los pastores, mientras se ponían de pie después de haber hecho su oración–.

El ermitaño no salía de su asombro mientras recibía el alegre saludo de los pastores. Cuando los pastores se callaron, el ermitaño les dijo:

– Hermanos pastores, estaba yo esta noche en oración, cuando de pronto el Señor me pidió que fuera a Belén, pues me dijo que mi ceguera iba a iluminar el camino de mis hermanos, y que esta noche vería de nuevo la luz. Así que tomé, como de costumbre, mi bastón y esta lámpara para poder iluminar el camino de los que quisieran seguirme a Belén. Como soy ciego, no necesito luz, pues recorro todos los días este camino para ir a orar a Belén.

Y, diciendo esto, se puso en camino en medio de las tinieblas hacia Belén. Los pastores llenos de alegría volvieron a entonar sus cantos y volvieron a sonar las  flautas y los panderos, las chirimías y las zambombas, que acompañaban el balar feliz de las ovejas.

Después de caminar un largo trecho la niebla se levantó y vieron ante ellos claramente las luces de Belén. De prisa y con alegría, los pastores, sus alegres rebaños y el ermitaño ciego se dirigieron hacia Belén. Al entrar en la pequeña ciudad, la niebla volvió a caer sobre Belén. Los pastores se dijeron:

– El ángel nos habló de una estrella que estaba sobre el lugar en el que iba a nacer el niño, pero con esta niebla no se puede ver el cielo. No podemos ver dónde está Jesús.

Y de nuevo la tristeza se apoderó de los pastores. En esta ocasión, el pastor Macario y el anciano ermitaño les dijeron a los pastores:

– No se desanimen. Sigamos buscando y encontraremos. De seguro el niño no puede estar lejos.

Y mientras caminaban silenciosos por las calles de Belén escucharon un fuerte llanto que salía de una pobre casa. El viejo ermitaño ciego se detuvo y con él los pastores. El ermitaño les dijo:

– No podemos pasar de largo. En esta casa hay alguien que sufre y nosotros debemos socorrer a esa persona.

Algunos pastores le dijeron:

– ¡No podemos perder el tiempo! Ya se nos ha hecho tarde y debemos llegar hasta donde está el niño. Si ustedes quieren entrar en esa casa, nosotros seguiremos buscando el lugar en donde ha nacido Jesús.

Y un grupo de pastores se alejó con sus rebaños a toda prisa por las estrechas calles empedradas de Belén. Iban con prisa, corriendo. Pero ya no cantaban. Entre las tinieblas, una vez más, sólo se oía el sonar de los cencerros, hasta que el sonido se perdió entre la neblina nocturna.

El ermitaño, el pastor Macario y los pastores que estaban con él, llamaron tímidamente a la puerta en donde se escuchaban gemidos y llantos. Les abrió una joven mujer, vestida de luto con los ojos arrasados en lágrimas. Al preguntarle qué le sucedía, la mujer les dijo:

– He quedado viuda ayer, y mis hijos esta noche tienen hambre, sed y frío, y no tengo qué darles de comer.

Los pastores se conmovieron, y uno a uno se fueron acercando a la mujer. Uno le dijo:

– Toma este rico requesón, yo se lo llevaba al niño Jesús, pero creo que es mejor que se lo coman tus hijos.

Otro le entregó la hermosa piel de oveja que le llevaba al Salvador diciendo:

– Con esta piel les quitarás el frío a tus hijos. Yo se la quería llevar al niño, pero de seguro a él le gustará que tus hijos la usen. Tómala.

Otro le dio la leche de sus ovejas, diciendo:

– Con esto calmarás la sed de tus hijos. Yo quería que el Jesús la bebiera, pero si la beben tus hijos, es como si el mismo niñito la tomara.

Y finalmente otro le dijo:

– Toma estos corderitos recién nacidos. Si los cuidas, podrás vender uno, y alimentar a tus hijos con la leche del otro. Así no te faltará sustento. Jesús se alegrará de que no falte nunca comida en tu casa.

La mujer dejó de llorar y los pastores una vez más sacando sus flautas y chirimías, les dieron el mejor de sus conciertos. La casa se llenó de alegría. Al salir vieron que la niebla se había disipado y que una estrella estaba posada encima de un humilde portal.

Con alegría, los pastores y el ermitaño se encaminaron hacia el portal, aunque algunos se decían:

– Ahora, ¿qué le levaremos al niño, si lo hemos dejado todo en la casa de la mujer pobre?

El ermitaño les contestó:

– Dios no mira las apariencias ni las cosas materiales, sino el corazón. Lo que se ha dado en nombre de Dios es como si se le hubiera dado al mismo Dios en persona.

Cuando ya estaban cerca del portal, pasó algo extraordinario. De pronto el ermitaño ciego dejó caer la gran capa que lo cubría y les dejó ver a los pastores que debajo de sus pobres vestiduras de ermitaño se escondía la belleza del más hermoso de todos los ángeles del cielo. Sorprendidos, los pastores se quedaron sin aliento al ver el resplandor del ángel que ya no estaba disfrazado de ermitaño ciego. El bello y resplandeciente ángel les dijo:

– No teman pastores, yo soy el arcángel Rafael, que sirvo en la presencia de Dios. Él me envió a ustedes para guiarlos al encuentro con el Salvador y probar su fe, esperanza y caridad. Su fe la probaron, al orar cuando cayó la niebla y creer que Dios los puede guiar en medio de la más profunda oscuridad. La esperanza la manifestaron cuando se decidieron a seguirme con el deseo de llegar a adorar al Salvador. Y la caridad la han demostrado al socorrer generosamente a la pobre viuda. Ahora acérquense con alegría y ofrézcanle al niño el mejor de los regalos que el hombre le puede dar a Dios: el amor de su corazón y la adoración agradecida.

Y, de esta forma, los pastores llenos de alegría, se acercaron al niño, a su hermosa madre, la santísima Virgen María y al santísimo José, y le entonaron el mejor de sus cantos al son de panderos, chirimías y zambombas. Y, mientras cantaban, un grupo del ejército celestial junto con el arcángel Rafael, comenzó a acompañar su canto, para darle al niño el mejor de los conciertos, la mejor música que jamás que ha oído en en la tierra. Y después de adorar al niño, Macario y los pastores que habían pasado las pruebas, volvieron a sus campos llenos de alegría para compartir el gozo de haber encontrado a Jesús.

Del pastor Nemesio y los otros pastores que no quisieron orar y que no tuvieron fe, esperanza y amor, nunca se volvió a saber nada. Algunos dicen que siguen corriendo de aquí para allá buscando un salvador. Cada día van olvidando más lo que estaban buscando y todo su empeño es correr todo el día…

Desde entonces, Macario y sus hermanos viven felices, ayudan a los que lo necesitan  y les hablan  a todos del maravilloso misterio de la Navidad, que sólo a través de la fe, la esperanza y el amor se llega a Jesús.

Enrique Eguiarte OAR

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