Una palabra amiga

Tiempo sin rituales

Entre los síntomas de cambio que muestra la sociedad postmoderna se observa la pérdida de los rituales. Efectivamente, basta ver en la televisión la juramentación o toma de posesión de algunos altos dignatarios para percibir que no quieren seguir ninguna regla de uso y que entienden todo protocolo como formalismo limitante de su espontaneidad: así encontramos personajes que juran «por mis criterios y por mi familia»; mandatarios que prometen «por su hijita del alma y por su pueblo». Algo semejante sucede en las celebraciones deportivas en las que un ganador ofrece su trofeo a su mascota, los futbolistas perdedores se despojan vergonzantes de la medalla que el jurado acaba de imponerles, o un minuto de silencio se convierte en un suplicio eterno en las gradas, casi como la espera del veredicto del VAR, purgatorio del fútbol.

Sin embargo, conviene entender que los usos sociales, como fórmulas repetidas y facilitadoras, sirven para mostrar el respeto a la sociedad y nos ayudan a caminar por sus rutas. ¿Qué es el rito? El rito es una acción simbólica que comunica fe en la comunidad de origen y evoca tradición, de modo que en ese conjunto de fórmulas se va hilando el relato que nos mantiene en unidad de familia, en comunión de credo o de nacionalidad. En definitiva cada ritual nos caracteriza como grupo.

La regla ceremonial transmite cohesión. En el rito todos coincidimos, ejercitamos la misma secuencia de palabras, gestos y signos, nos reconocemos. Por el contrario, la ausencia de rito hace que todo se convierta en rutina. La postmodernidad nos empuja a vivir en un inerte automatismo, que tiene obsesión repetitiva, sí, pero que se alimenta del activismo utilitarista y, además, pretende mantener entretenidos a los ciudadanos.

En la postmodernidad existe exceso de información, almacenes y nubes de big data, bulimia noticiosa, pero nada de todo esto genera cohesión humana. El imperio de los signos informáticos, la abundancia de siglas y la avalancha de datos, más bien aíslan al individuo porque lo desbordan condenándolo a la improvisación y al laberinto.

La repetición respetuosa y digna de los ceremoniales produce consciencia, aviva la interioridad y favorece la sintonía cordial. Se distingue radicalmente de la rutina por su capacidad de generar intensidad, concordia, seguridad. El rito es un silencioso ahondar en las propias raíces. El conjunto de estas rúbricas podría verse como el vademécum que imprime sentido al diario caminar de un ciudadano. San Agustín, en el siglo V, enfatiza el significado de los símbolos sagrados y de los ritos cuando escribe Contra Fausto, maestro poco instruido que desprecia el valor ritual del Antiguo Testamento y del sacramental católico: «Una religión que congregue a los hombres, por la que estamos religados con lo divino y los hombres entre sí, no puede darse si los hombres no están vinculados por una relación fundada sobre signos o ritos visibles: la fuerza de esos ritos tiene un valor inenarrable, por lo que hace sacrílegos a quienes la desprecian» (Contra Faustum, 19,11).

La desaparición de los rituales, en opinión del pensador Byung-Chul Han, fomenta en nuestra sociedad el narcisismo por el cual cada uno es medida de sus actos, normas y costumbres; produce desintegración social, puesto que nadie quiere someterse a formas sociales predeterminadas. Asimismo, eclipsa la visión de trascendencia y captación de misterio, porque la rutina social es dura y opaca, impidiendo la visión trascendente; produce también una sobredosis de emotividad que oculta los principios racionales comunes admitidos por la sociedad como cimientos de su existencia. Dice este autor en su obra La desaparición de los rituales:  «Son las formas rituales las que, como la cortesía, posibilitan no solo un bello trato entre personas, sino también un pulcro y respetuoso manejo de las cosas». De alguna forma, el rito muestra el lado sagrado de la realidad, hace que de la prosa diaria brote espiritualidad y poesía. Las prácticas rituales hacen que tengamos un trato afable, pulcro que permite sintonizar con las otras personas. El rito convierte la repetición en algo sacral y consciente, la cotidiana realidad se reviste de corazón. Este filósofo surcoreano, estudioso también de la teología, trae a colación un texto tomado de una obra dedicada a estudiar el valor de la repetición, y lo dice así: «Con ayuda de la misa, los sacerdotes aprenden a manejar pulcramente las cosas: sostener con cuidado el cáliz y la hostia, limpiar pausadamente los recipientes, pasar las hojas del libro. Y el resultado del manejo pulcro de las cosas es una jovialidad que da alas al corazón». Me sorprende que en nuestros días un filósofo navegante en olas de postmodernidad anote en su estudio una observación litúrgica como dato significante para el mundo contemporáneo. Me sorprende y me descoloca.

Vivir la vida como una liturgia es el resultado de haberse dejado empapar por el simbolismo de los ritos verdaderos. Incluso en las cosas aparentemente más anodinas podrá el alma evadirse de la rutina y alcanzar una iluminación superior. Chul Han entreteje su interpretación del mundo postmoderno con pinceladas orientales y, de este modo, se atreve a presentar la ceremonia japonesa del té, como modelo de ritual donde la persona entra en un silencio sagrado, el alma enmudece y se genera una intensa compañía. «En la ceremonia japonesa del té –dice– uno se somete a un minucioso proceso de gestos ritualizados. El movimiento manual y corporal bien hecho tiene una claridad gráfica. Ninguna psicología, ningún alma lo desconciertan. Los actores se sumen en los gestos rituales. Estos generan una ausencia, un olvido de sí. En la ceremonia del té no se produce ninguna expresión verbal. No se transmite nada. Impera un silencio ritual. La comunicación se retira y deja paso a gestos rituales. El alma enmudece. En silencio se intercambian gestos que generan una intensa compañía. La acción benéfica de la ceremonia del té consiste en que su silencio ritual se opone por completo al ruido actual de la comunicación, a la comunicación sin comunidad. El rito genera una comunidad sin comunicación». Y añado: comunicación sin la presión del tener que hablar.

Para entender la trascendencia del ceremonial, que no es mera etiqueta, valga el siguiente contraejemplo, elocuente y real. El insigne doctor y profesor universitario Vallejo-Nájera dejó de impartir sus clases de psiquiatría en la Universidad Central de Madrid. Poco tiempo después de su inesperada renuncia, el ya ex catedrático explicó en un breve ensayo el porqué de su impactante decisión. El motivo lo describió más o menos así: cuando ingresaba como profesor en el aula, en aquellos años turbulentos, los alumnos dejaron ya de ponerse en pie, ya no hacían silencio, ya no guardaban el acostumbrado respeto. Por el contrario, seguían fumando, hablando, sentados en el suelo o en los pupitres… El catedrático psiquiatra, médico de espíritus, seguía explicando: ya no había ninguna señal de aprecio ante el acto sagrado del aprender y del enseñar. Se había perdido el rito que inaugura en el aula diariamente el milagro del aprendizaje, se había perdido el respeto. Todo había resbalado hacia la trivialidad. Esta atrofia del ritual, evidencia la pérdida de sentido.

Por tanto, cuando cuidamos el ritual significativo entre los componentes de una familia, estamos levantando un dique al tsunami de la trivialidad que desemboca en rutina. A propósito de rutina, acaba de llegarme de España un librito titulado Verbolario, de Rodrigio Cortés, un diccionario esotérico que desvela el lado provocador de los vocablos, y que, por cierto, día a día es comentado en la comunidad agustina recoleta de San Millán de la Cogolla, a la hora del café, como un curioso rito comunitario. Acudo a la palabra en cuestión: rutina. Y, muy acorde con lo que estoy explicando, define: “Cadencia de quien no tiene ambiciones”. Vivamos, pues, y celebremos bien el rito para no caer en la rutina y en la ruina.

Lucilo Echazarreta OAR

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