Una palabra amiga

Una pascua agustiniana

La Iglesia inicia solemnemente la Semana Mayor conmemorando los acontecimientos y misterios salvíficos del Salvador en su Entrada triunfal, en su Última Cena y el gesto del lavatorio de los pies, en su pasión y muerte en Cruz, en el descanso dentro del sepulcro y su descenso al Infierno, como así también en la Vigilia y en su gloriosa resurrección. Esta gran liturgia de la Iglesia que nos hace cruzar, en cada celebración, por emociones y sentimientos, la vivió también el santo de Hipona. Quisiera, en este breve escrito, presentar algunas características de las celebraciones del Sagrado Triduo Pascual, vinculándolas con la propia experiencia de San Agustín.

Para comenzar vamos a preguntarnos: ¿Qué es la Pascua? Agustín lo responde en una carta escrita en torno al año 400 en donde trata cuestiones litúrgicas: “La realidad que se anuncia con esta palabra hebrea; es el tránsito de la muerte a la vida. A eso aludió el mismo Señor al decir: Quien cree en mí, pasa de la muerte a la vida (Jn 5, 24)Se entiende que eso es principalmente lo que expresó el evangelista cuando decía de la Pascua que iba a celebrar el Señor con sus discípulos: Habiendo visto Jesús que era llegada la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13, 1)Lo que se celebra, pues, en la pasión y resurrección del Señor, es el tránsito de esta vida mortal a la inmortal, de la muerte a la vida” (Ep. 55, 2). Por esta razón, la Pascua es para nosotros motivo de alegría, no sólo porque el Señor realizó su tránsito, sino porque el mismo Jesús nos promete con su Pascua, adentrarnos en ese mismo misterio, realizando nosotros mismos –por Él, con Él y en Él- nuestro propio tránsito de la muerte a la vida; en este momento por la fe, pero confiando en su realización plena en el Último Día.

Teniendo presente el significado que nos da Agustín del misterio pascual, podemos comenzar a realizar este tránsito que se nos presenta, desde los inicios, y así lo atestigua la Sagrada Escritura, como un triduo: muerte, descenso y resurrección. Como un prólogo a este Triduo, la liturgia nos ofrece la Misa de la Cena del Señor en donde se realiza el gesto del lavatorio de los pies. En la misma carta que ya hemos comentado Agustín le responde a Jenaro: “Sobre el lavatorio de los pies digo que el Señor lo recomendó porque ostenta carácter de humildad… Si preguntamos cuál es el momento más adecuado para enseñar tan gran cosa incluso con los hechos, se presenta aquel tiempo” (Ep. 55, 18, 33), que no es otro que en la celebración del Jueves Santo. Podemos resumir el contenido de este santo día en tres palabras: amistad, servicio y entrega. ¿Quién más que Agustín para hablarnos de la amistad, el servicio y la entrega? En el gesto del Maestro de levantarse de la mesa y arrodillarse, es decir, abajarse, para lavarle los pies a sus discípulos, podemos encontrar aquello del famoso himno paulino que escuchamos en el Domingo de Ramos: “Cristo, que era de condición divina… se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo” (Flp 2, 6-7).

Este anonadamiento cristológico fue asumido por Agustín; lo podemos encontrar expresado en el concepto de pondus (peso). De la misma manera que Cristo se abajó, Agustín nos invita a dejarnos conducir por el peso del amor, que no es otro que el camino de la amistad, el servicio y la entrega. El hombre «es inclinado por amor, sin lesión corporal, traído por un lazo del corazón» (In Ion 26, 6, 5), hacia el lugar que le corresponde. Es conocida la expresión del santo que nos dice que el corazón que no está en su sitio, que no es abajado por el amor, está inquieto, concluyendo: «mi amor es mi peso. Por él soy llevado a donde quiera que voy» (Conf 13, 9, 10).

Si hablamos del amor, debemos hablar del Viernes Santo, día en que la Iglesia nos invita a poner nuestra mirada ante “aquél a quien traspasaron” (Jn 19, 37). Ese día, por una antiquísima tradición, no se celebra la Eucaristía, sino que, en una solemne y sobria celebración, se recuerda la Pasión del Señor. Cada gesto de esta celebración como así también cada palabra de la lectura de la Pasión debe ser atendida con gran cuidado. Agustín entendía que, dado que Jesús “sufrió libremente y no por necesidad, es justo creer que quiso simbolizar algo en cada uno de los hechos que tuvieron lugar y quedaron escritos sobre su pasión” (S. 218, 1). Lo que se celebró sacramentalmente en el Jueves Santo, Cristo lo asumió en su cuerpo el día de su pasión y muerte; “en efecto, de su cuerpo, herido por la lanza, brotó agua y sangre” (S. 228B, 2).

Por último, hay que tener presente que Agustín fue bautizado en la noche de Pascua del 387, un 24 de abril. Qué tan sublime y solemne habrá sido la Vigilia de las vigilias que, según el historiador Peter Brown (Pag 40 y 429), la luz del Cirio Pascual lo inspiró a dedicarle unos versos; único poema de nuestro santo: “Estas cosas son tuyas, y son buenas, porque bueno eres Tú que las creaste. Nada nuestro hay en ellas, sino nuestro pecado invirtiendo el orden, al amar, en vez de Ti, lo que Tú creaste” (Ciudad de Dios, XV, 22). Esta es la noche en que la muerte se llena de luz por la resurrección, por eso es la noche por antonomasia: “la vigilia de esta noche se destaca tanto que puede reivindicar como propio el nombre que es común a las demás” (S. 281, 2).

Que podamos realizar juntos, como Agustín, el tránsito tras la imitación del Maestro Jesucristo; “en consecuencia, el Resucitado, a quien hemos cantado en esta vigilia un poco más larga, nos concederá reinar con Él en la vida eterna… Amén” (S. 281, 4).

Alejandro Manzur

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