Una palabra amiga

Solemnidad de la Ascensión del Señor

El Nuevo Testamento habla de lo que pasó con Jesús después de su muerte de dos modos diversos. Uno muy frecuente es el de “Resurrección”. Cuando se usa esa palabra se acentúa el hecho de que Jesús superó la muerte y volvió a la vida, pero no queda claro que Jesús no volvió a la vida que tenía antes de morir en la cruz. Otro lenguaje habla de su “glorificación”. Cuando se usa esta palabra se destaca que Jesús, en su humanidad y divinidad, comenzó a gozar de la gloria de Dios. Jesús fue exaltado, ascendió hasta el trono de Dios. Los dos modos de hablar se complementan. Pero san Lucas, tanto en su evangelio como en el libro de los Hechos de los Apóstoles articula los dos aspectos de la pascua de Jesús y nos explica que, durante cuarenta días, Jesús resucitado se aparecía e instruyó de diversos modos a sus discípulos. Pero tras ese lapso, Jesús subió al cielo. Desde entonces cesaron las apariciones de Jesús para instruir a sus discípulos; ellos recibieron al Espíritu Santo que los fortaleció para el testimonio y los discípulos comenzaron a predicar el evangelio y a establecer comunidades. Jesús subió al cielo para volver al final de los tiempos a concluir y dar remate a su salvación. Entre su ascensión y su futura venida transcurre el tiempo de la Iglesia, de la evangelización, del testimonio. Ese es nuestro tiempo y nuestra tarea.

Anunciar el evangelio. Algunos desalientan esta actividad, mandada y ordenada por Jesús, con la excusa de que no se debe tratar de cambiar el modo de pensar y de creer de los demás. Si así fuera, se debería prohibir en primer lugar toda campaña política que trata de cambiar el modo de pensar y de votar de los electores. El evangelio no es una ideología más, no es una filosofía más, no es una religión más entre las muchas que existen en el mundo. El evangelio es la oferta de salvación que Dios hace a la humanidad agobiada por la búsqueda del sentido de la vida frente al muerte, la enfermedad y el dolor. El evangelio es la oferta de perdón y reconciliación que Dios hace a las personas apenadas por sus culpas, lastradas por un pasado que no pueden cambiar. Son personas que cuestionan su derecho a seguir viviendo y se preguntan por el valor de su vida. El evangelio es oferta de luz y verdad, de alegría y belleza para alentarnos a superar las sombras y engaños en que con frecuencia la vida humana queda atrapada y esclavizada.

Estamos celebrando los quinientos años del inicio de la evangelización en Guatemala. Se censura, a partir de nuestro modo de pensar actual, que la evangelización fuera cosa impuesta a los pueblos originarios; pero esa manera de hablar simplifica las cosas. Nos constan los esfuerzos de aprender los idiomas locales de parte de los sacerdotes y de la adaptación del alfabeto latino para poder escribir los idiomas americanos, sabemos que se escribieron catecismos en esas lenguas, conocemos las fatigas para explicar la fe de modo inteligible. Todas esas actividades llevan implícita la idea de que aquellos evangelizadores consideraban a los indígenas capaces de entender, razonar y aprender. Según la mentalidad de la época, el propósito mayor y más noble de la acción bélica y política de conquistar nuevas tierras y a sus habitantes era que lograran la salvación eterna. Hubo
brutalidad y violencia; pero dónde no hay. Hubo brutalidad y violencia entre los pueblos indígenas antes de la llegada de los europeos y el siglo XX ha sido testigo del grado de brutalidad, violencia e inhumanidad de que somos capaces. Las dos guerras que ocupan las noticias actualmente lo confirman. No se trata de justificar esa violencia argumentando que existe por todos lados.

Se trata de evitar que la fijación en la violencia siempre existente nos impida ver los logros, aportes, desarrollo, humanización y buenas obras que fueron inmensas y generosas. Los españoles, tanto los conquistadores como los políticos y los religiosos y los eclesiásticos actuaron según su modo de entender la realidad; y los indígenas reaccionaron según la propia. Los evangelizadores, con su modo de actuar demostraban su convicción de que sus interlocutores eran personas, hijos de Dios, que hasta ahora habían estado privados del conocimiento del amor de Dios y de la salvación que Jesucristo nos había traído, y por lo tanto había ofrecerles lo que consideraban formas de vida más humanas y dignas: concentración en pueblos y ciudades, instrucción en la fe, administración de los sacramentos y con ello la salvación eterna. Eso era lo que los españoles querían también para sí mismos. Los indígenas no fueron considerados salvajes que había que exterminar, sino hombres y mujeres que podían llegar a ser hermanos en la fe y conciudadanos del cielo.

Jesucristo envía a sus discípulos a que proclamen el evangelio a toda criatura y que bauticen a todo el que crea. ¿Por qué esa pretensión de universalidad? ¿Qué ofrece el evangelio de Jesucristo que pueda ser de interés para personas de todos los pueblos y culturas, de todos los tiempos y lugares? Jesucristo, con su predicación, muerte y Resurrección ofrece salvación frente a dos necesidades y carencias humanas universales. La muerte nos agobia a todos, socava el sentido de la vida de todos, parece corroer la motivación para obras buenas, solidarias, constructivas. ¿Para qué esforzarse si al final todos morimos como los chuchos? Cristo, Hijo de Dios, compartió nuestra muerte y la venció para compartir con nosotros, los creyentes, su victoria sobre la muerte, para que también para nosotros la muerte no sea el final, sino la puerta a la plenitud. Por otra parte, las falencias de la libertad hacen que nuestra vida se tuerza. Nos construimos con nuestras decisiones y acciones. Pero esas decisiones y acciones están afectadas por negligencias, irresponsabilidades y a veces hasta por la maldad. No siempre decidimos bien y de modo constructivo y de ese modo arruinamos nuestra vida y la de nuestro prójimo. ¿Hay modo de enderezar el camino y corregir la vida para que el pasado no hipoteque nuestro futuro? Sí. El amor de Dios que se manifiesta en el perdón al que se arrepiente para aceptarlo es el regalo, el don, que Cristo ganó para nosotros con su muerte en la cruz.

Además, Cristo desde el cielo, ha enviado sobre nosotros y su Iglesia el don de su Espíritu para compartir con nosotros su victoria y su salvación. Tenemos un solo Dios, un solo Salvador y un solo Espíritu Santificador que nos conduce a la plenitud de gozo y de vida, que es la llamada y vocación a la que Dios nos convoca a los creyentes.

Mario Alberto Molina, OAR

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