Una palabra amiga

El pecado: uno de los grandes enigmas de la existencia humana

En el fragmento de Génesis 3, 9-15 se relata cómo el hombre se volvió pecador. Es un relato que explora y expone uno de los grandes enigmas de la existencia humana: nuestra libertad es lábil, fácilmente pierde su rumbo y hacemos lo que no debemos. En vez de tomar decisiones que construyen y nos hacen crecer, con frecuencia tomamos decisiones que nos destruyen a nosotros mismos y a nuestro prójimo. Y de las malas decisiones surge la culpa, que es la conciencia de haber perdido la integridad moral. La Biblia dice claramente que al principio estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro (Gn 2,25). Esa falta vergüenza a pesar de estar desnudos es la imagen de la inocencia y de la integridad moral. Porque cuando actuamos bien, cuando nuestra libertad decide correctamente, podemos ser transparentes, podemos “desnudarnos” ante los demás en el sentido de que no tenemos doblez, no hay nada que esconder, no escondemos intenciones torcidas y motivaciones espurias para actuar.

Según esa historia de los orígenes, Dios colocó al hombre y la mujer en un lugar donde todas sus necesidades estaban satisfechas. Pero también les impuso un mandamiento. No debían comer de un árbol especial, llamado el árbol de conocer el bien y el mal. Si lo comían, les sobrevendría la muerte. Ese árbol especial es símbolo de una realidad más profunda. La libertad humana para actuar rectamente debe ajustarse normas que dimanan de la naturaleza de la realidad en la que va actuar. En todos los ámbitos de la acción humana, el matrimonio, la sexualidad y la familia, los negocios, el trabajo y el comercio, la organización política y las artes, podemos realizar acciones coherentes con la naturaleza de esa realidad y que por lo tanto son acciones constructivas o acciones que son incoherentes con esa realidad y por lo tanto son destructivas. Cada ámbito de acción tiene su naturaleza de la que se deducen los criterios de acción. Llamamos por eso a esos criterios de acción “ley natural”. El bien y el mal, las obras que construyen y las que destruyen, son tales porque se ajustan o no a un criterio objetivo. El hombre descubre lo bueno y lo malo, no lo inventa. No está entre las facultades del hombre decidir lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo. Nuestra conciencia y nuestra libertad deben conocer la ley moral, los mandamientos de Dios y educarse en ellos, atenerse a ellos, para actuar de forma constructiva. La misma naturaleza de las cosas y de las acciones nos dan los criterios de acción.

Me agrada poner el ejemplo de la facultad de hablar. Cuando hablamos y conversamos, creamos lazos de amistad, damos información, a veces nos divertimos contando chistes amenos, transmitimos conocimientos, hacemos negocios. Hay una gama amplia de acciones constructivas que podemos hacer hablando. Pero podemos pervertir esa facultad de hablar y en vez de decir la verdad, mentir; en vez de entretener, instigar; en vez de informar, engañar; en vez de transmitir conocimientos, manipular a las personas con falsedades. La misma facultad de hablar y sus propiedades nos indican cuáles son los empleos constructivos del habla y cuáles son sus empleos destructivos. Estos criterios los podemos deducir de todos los ámbitos de la actuación humana: la sexualidad y el matrimonio; la salud, el comercio, la política. Pero se da el hecho de que puedo creer que me conviene actuar contra esos criterios o puedo encontrar un gusto y satisfacción en realizar acciones contrarias a esos criterios. Ese es el pecado. Eso significaba el respeto que el hombre debía tener al árbol de conocer el bien y el mal. Debía aprender a atenerse a la ley moral.

Aquel hombre y su mujer transgredieron el precepto: comieron del árbol prohibido. No lo hicieron por propia iniciativa, sino por sugerencia de la serpiente. Esto es importante: la voluntad de transgredir no nació del mismo hombre, sino que vino de fuera del hombre. Dios no puso en el hombre la inclinación a transgredir la ley moral; fue una sugerencia desde fuera; la serpiente los sedujo. Dios no nos hizo “chuecos”. Aquí hay una aguda defensa de la bondad del hombre. Lo primero que ocurrió tras la transgresión fue que descubrieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza. Transgredieron el orden de las cosas y sintieron el desorden en sí mismos. Nos pasa siempre todavía hoy. Cuando hacemos algo que está mal, sentimos vergüenza; lo escondemos; buscamos excusas; tratamos de justificarnos si nos descubren. Nos damos cuenta de que estamos desnudos, es decir, que hemos perdido la integridad moral. Ocultamos a los demás lo que hemos hecho mal, a menos que seamos unos sinvergüenzas y también nos ocultamos de Dios.

Es aquí donde entronca la lectura. El hombre se oculta de Dios, pero Dios sale a buscarlo. El Señor Dios llamó al hombre y le preguntó: ¿dónde estás? Desde entonces Dios ha salido siempre a buscarnos. Dios sabe que nuestra libertad es voluble y debe ser sostenida no solo con los mandamientos, sino con la persuasión interior. En la búsqueda suprema, Dios envió a su Hijo a este mundo para buscar a los pecadores, ofrecerles la conversión, sanar su libertad y encaminarlo a la salvación.

Cuando Dios interroga al hombre y le pregunta por qué se escondió, el hombre respondió: Oí tus pasos en el jardín; y tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí. Ante la confesión del hombre, Dios deduce que el hombre ha transgredido su mandato: ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer? Llama la atención la respuesta del hombre y de la mujer. No asumen su responsabilidad. El hombre la echa a la mujer y la mujer a la serpiente que le insinuó la transgresión. Me sorprende que Dios no corrige ni al hombre ni a la mujer para que se hagan responsables de sus actos. Pero Dios da sentencias. A la serpiente le asigna una existencia rastrera y la enemistad entre ella y la humanidad que acabará por aplastarle la cabeza. Los mismos autores bíblicos han visto en la serpiente a Satanás. Este personaje, es criatura de Dios, pero se rebeló contra Él y es ahora el instigador de las rebeldías contra Dios. Pero eso significa que el mal no nace del hombre mismo, sino que viene de fuera y por eso el hombre puede ser sanado del mal moral y la maldad será destruida. Jesucristo se presenta en el evangelio como aquel que ha venido a atar a Satanás y a quitarle su poder sobre la humanidad y por lo tanto ha venido a sanar nuestra libertad para que sepamos actuar de modo constructivo. Jesucristo actúa con el poder del Espíritu Santo para atar y derrotar a Satanás y salvarnos de su poder. Démosle gracias.

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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