Una palabra amiga

La plenitud de la Salvación en Jesucristo

Recientemente hemos celebrado la misa de acción de gracias con la que el Congreso Eucarístico Nacional (Guatemala) tuvo su manifestación más numerosa, visible y participativa. Esa celebración eucarística estuvo precedida por una procesión con el Santísimo Sacramento por algunas calles de nuestra ciudad. El motivo de estas celebraciones fue el agradecimiento por los 500 años del inicio de la evangelización y de la presencia de Jesús Eucaristía en nuestro país. Hoy concluye el Congreso con las celebraciones de la santa misa dominical en cada una de las iglesias del país.

Por pura coincidencia, está asignada para este domingo, como segunda lectura, la acción de gracias con la que san Pablo comienza la carta a los efesios. Es una acción de gracias jubilosa que el apóstol eleva a Dios por el don de la fe, porque el amor de Dios se ha desbordado para ofrecer su salvación a todos los pueblos del mundo. Es una acción de gracias de la que nos podemos apropiar para dar nosotros también gracias por el don de Jesucristo y del evangelio, de su muerte y resurrección que nos reconcilian con Dios.

La alabanza y bendición se dirige al Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pues Él es el origen de todo, de Él procede la iniciativa de la salvación y su cumplimiento y plenitud. Nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. La salvación plena nos ha sido dada en Cristo. No hay que buscar otra, no hay que completarla con otra; no existe otra. Este designio salvador del Padre está en el mero origen de la creación, pues cuando creó el mundo, el Padre tenía en mente nuestra salvación: Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor. Nos creó para que fuéramos santos, para que le perteneciéramos y encontráramos el sentido y valor de nuestra vida en su amor por nosotros.

El designio salvador del Padre consistió en hacernos sus hijos. Determinó, porque así lo quiso, que, por medio de Jesucristo, fuéramos sus hijos. Somos hijos de Dios por la fe y el bautismo. A través de la fe y el bautismo recibimos la gracia, recibimos la vida divina en nuestro ser por el don del Espíritu Santo, nacemos a la vida de Dios como una adopción, como una gracia. Cuando nacemos a este mundo, marcado por el pecado y la desobediencia humana, nacemos privados de Dios. Por la fe y el bautismo se ilumina nuestra tiniebla para alcanzar la vida firme y duradera en Dios. Somos hijos de Dios unidos al Hijo verdadero, Jesucristo. Constituidos en esta dignidad, podremos entonces cumplir nuestra vocación: para que alabemos y glorifiquemos la gracia con la que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado. El fin y objetivo más profundo y duradero de nuestra vida es precisamente ese: alabar y glorificar la gracia del amor de Dios por nosotros.

Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Después de la creación, esa es la primera obra salvadora de Cristo a nuestro favor. Él murió en la cruz y de ese modo cargó sobre sí nuestros pecados y de ese modo nos habilitó para recibir gratuitamente de Dios la reconciliación. Nuestra libertad, que por una parte constituye nuestra dignidad, es también el medio de nuestra perdición. Porque con frecuencia no sabemos elegir bien ni decidir bien. Nos arruinamos a nosotros mismos, a nuestra familia y a la sociedad. Necesitamos enmendar, sanar, reparar los fallos de nuestra libertad. Eso lo hace Dios con su perdón y su gracia. De esta manera se cumplió el designio de Dios, que nosotros y todas las cosas encontráramos en Cristo plenitud y sentido: Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegara la plenitud de los tiempos: hacer que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, tuvieran a Cristo por cabeza.

Con Cristo somos herederos también nosotros. Desde hace 500 años que el evangelio llegó a nuestras tierras, comenzó a iluminar a quienes lo acogieron. Hubo multitud de frailes franciscanos, dominicos y mercedarios principalmente que durante dos siglos dedicaron su inteligencia, su valor, sus fatigas y a veces su sangre a transmitir el evangelio. Aprendieron los idiomas de los pueblos principales de Guatemala, adaptaron el alfabeto latino para poder escribir en esas lenguas y redactaron catecismos y doctrinas. Ellos reconocieron que los habitantes de estas tierras, desconocidas para ellos hasta entonces, eran personas creadas a imagen y semejanza de Dios, que estaban llamadas también a compartir la salvación de Cristo y alcanzar la plenitud en Dios. Aquellos misioneros quisieron compartir con los habitantes de estas tierras el tesoro espiritual más precioso que tenían: la fe y la esperanza de la salvación eterna. Para esto estábamos destinados: para que fuéramos una alabanza continua de su gloria. Desde aquellos inicios hasta el presente, los creyentes han pasado por muchas vicisitudes históricas. Hemos vivido épocas de esplendor de la fe, cuando floreció la santidad del Hermano Pedro de San José Betancur; hemos vivido épocas de persecución y acoso, como cuando la beata Encarnación Rosal fue expulsada de Quetzaltenango y hemos vivido épocas en donde la fe costó sangre, como en la segunda mitad del siglo XX, cuando dieron la vida los beatos José María Gran y compañeros mártires en Quiché, siete de los cuales eran laicos, los beatos Tulio Maruzzo y Obdulio Arroyo, uno sacerdote y otro laico en Izabal y el beato Stanley Rother, párroco de Santiago Atitlán.

En Cristo, también ustedes, prosigue san Pablo, después de escuchar la palabra de la verdad, el evangelio de su salvación y después de creer, han sido marcados con el Espíritu Santo prometido. La fe y la salvación han llegado hasta nosotros, la presente generación de cristianos. El Espíritu Santo es Dios mismo que habita en nuestros corazones. Es la garantía de nuestra herencia, es decir, el anticipo y adelanto de la vida que compartiremos con Dios en plenitud en el cielo. Pero esa riqueza de que disfrutamos ahora es también compromiso de futuro. De nosotros depende transmitir la fe y la salvación a la siguiente generación. Nuestros tiempos son difíciles, porque vivimos encerrados dentro de un horizonte en el que lo único que parece contar son las cosas de este mundo. Elevemos la mirada y atrevámonos a mirar más allá, al cielo donde habita Dios. Tengamos la audacia para hacer de Dios el fundamento de nuestra esperanza y actuemos en este mundo iluminados por el evangelio y las promesas de Dios que abren nuestro futuro.

 

Mons. Mario Alberto Molina, OAR

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