Quisiera compartir una breve reflexión sobre la Carta que el Papa Francisco ha publicado recientemente sobre la importancia de la literatura en la formación sacerdotal, aunque, cabe aclarar, explícitamente afirma que lo que en ella se dice lo puede asumir cualquier cristiano interesado en su maduración personal (cf. Carta del Santo Padre Francisco sobre el papel de la literatura en la formación, nº 1). Pero antes de centrarme en la carta, quisiera compartir un recuerdo.
Una profesora del colegio secundario (en algunos países llamado bachillerato), a mí y a mis compañeros nos despertó el interés por la literatura como nadie lo supo hacer antes. Esta profesora supo tocar alguna fibra de nosotros de tal modo que comenzamos a leer novelas y poesías, y esto durante dos años. De hecho, incentivó al curso completo a escribir poesías para publicarlas en forma de libro. Quizá aquí estuvo la clave de su perdurable influencia en muchos de nosotros: ¡creyó y transmitió confianza en sus alumnos!
No me detengo más en recuerdos. Este que acabo de relatar muy brevemente quería que sirva para hacer caer en la cuenta de lo que supone que alguien despierte el interés por la literatura en nosotros, tal como lo sugiere el Papa Francisco en la carta arriba citada al recordar sus años de enseñanza de literatura en cursos de bachillerato (nº 7). En cualquier caso, todo esto no es una novedad, ya que la literatura, desde el cristianismo primitivo, ha sido un estímulo para acceder al misterio de la vida, en cuyo seno late el misterio de Cristo.
Ahora bien, ¿en qué reside el poder de la literatura? En su conexión con la vida: «la literatura tiene que ver, de un modo u otro, con lo que cada uno de nosotros busca en la vida, ya que entra en íntima relación con nuestra existencia concreta, con sus tensiones esenciales, su deseos y significados» (nº 6). Por medio de la literatura, especialmente las grandes obras literarias (nº 23), la fe se puede ver enriquecida, ya que la prepara y dispone para el acceso a las situaciones vitales más variadas y expresadas de muy diferentes formas y lenguajes.
Ya lo habían indicado los Padres de la Iglesia como Basilio de Cesarea, citado por el Papa Francisco (nº 11), o Agustín, que, para su caso, bastaría echar una mirada a una obra de suma importancia para quienes profundizan en los textos agustinianos como es el libro de Harald Hagendahl, Augustine and the Latin classics (1967), y así notar que pertenece al grupo no minoritario de autores cristianos antiguos se supo nutrir de la literatura clásica. Más aún, ya el Apóstol Pablo no dudó en citar a poetas para dirigirse a los atenienses, buscando que comprendiesen mejor su mensaje (nº 12; cf. Hch 17,28).
En definitiva, la recomendación del Papa Francisco no viene nada mal y nos recuerda cuánto bien puede hacer la lectura de novelas, cuentos, poemas, etc., a nuestra maduración personal, especialmente en un mundo donde las nuevas tecnologías parecen forzarnos a ser sujetos meramente pasivos: «Antes de la llegada omnipresente de los medios de comunicación, redes sociales, teléfonos móviles y otros dispositivos, la lectura era una experiencia frecuente, y quienes la han vivido saben de lo que hablo. No es algo pasado de moda» (nº 2). Y continúa: «A diferencia de los medios audiovisuales, donde el contenido en sí es más completo, y el margen y el tiempo para “enriquecer” la narración o interpretarla suelen ser reducidos, en la lectura de un libro, el lector es mucho más activo. En cierta forma él reescribe la obra, la amplía con su imaginación, crea su mundo, utiliza sus habilidades, su memoria, sus sueños, su propia historia llena de dramatismo y simbolismo, y de este modo lo que resulta es una obra muy distinta de la que el autor pretendía escribir. Una obra literaria es, pues, un texto vivo y siempre fecundo, capaz de volver a hablar de muchas maneras y de producir una síntesis original en cada lector que encuentra» (nº 3).
Con todo esto, no se trata de negar la incidencia positiva que tienen las nuevas tecnologías, pero sí de hacer ver algunas de sus limitaciones. Asimismo, se subraya el valor que todavía tiene la lectura en la vida de tantas personas: «Desde un punto de vista pragmático, muchos científicos sostienen que el hábito de la lectura produce efectos muy positivos en la vida de la persona; la ayuda a adquirir un vocabulario más amplio y, por consiguiente, a desarrollar diversos aspectos de su inteligencia. También estimula la imaginación y la creatividad. Al mismo tiempo, esto permite aprender a expresar los propios relatos de una manera más rica. Además, mejora la capacidad de concentración, reduce los niveles de deterioro cognitivo, calma el estrés y la ansiedad» (nº 16).
La invitación está hecha. A ver si nos dejamos encontrar por una obra literaria capaz de hacernos imaginar más, esperar más, creer más y amar más.