Una de las características de la teología católica sobre la eucaristía es su realismo. Según la fe católica, el pan y el vino consagrados no simbolizan, representan o evocan el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino que son el Cuerpo y la Sangre de Cristo de manera real, sustancial y verdadera. Ese realismo sacramental tiene su fundamento principal en el pasaje evangélico que hemos escuchado hoy. Otros pasajes del Nuevo Testamento dan a entender el realismo de la presencia real de Cristo en la eucaristía, pero la contundencia y claridad con que Jesús se expresa en el evangelio según san Juan es única.
«El Verbo, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14)
Cuando Jesús declara que «el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida», sus interlocutores reaccionan escandalizados: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» Juan es el único escritor del Nuevo Testamento que se refiere a la presencia de Cristo en la eucaristía con la palabra «carne», en vez de la palabra más usual: «cuerpo». La palabra «carne» designa su humanidad. El mismo evangelista describe la encarnación con la frase: «El Verbo, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El evangelista utiliza esa palabra más densa para expresar la humanidad de Jesús. Por supuesto, allí donde está la carne de Cristo, está también su divinidad. Los interlocutores de Jesús se escandalizan, pues la declaración de Jesús de que nos va a dar a comer su carne suena tan realista que parece canibalismo. Por eso, la reacción: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?«
Jesús, lamentablemente, no responde directamente a la pregunta de sus interlocutores. Hubiéramos esperado que dijera que no se trataba de canibalismo puro y duro, pues nos daría su carne bajo la apariencia de pan y su sangre bajo la apariencia de vino; pero esa explicación no aparece. Sabemos que esa es la fe y la práctica de la Iglesia. Jesús replica afirmando, incluso con mayor vehemencia, la necesidad perentoria de comerlo: «Yo les aseguro: si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día». La contundencia de estas palabras de Jesús es el fundamento del realismo de la fe católica en torno a la Eucaristía.
Ahora bien, ese realismo plantea preguntas. Fundamentalmente dos. La primera pregunta es: ¿A quién ha dado Jesús el poder para que, a través de los siglos, el pan y el vino se transformen en su carne y su sangre, de modo que sus seguidores puedan comerlo? ¿En qué condiciones se realiza el poder capaz de hacer presente el cuerpo y la sangre de Cristo? La segunda pregunta es: ¿Cómo está presente Cristo en el pan y el vino? La pregunta se plantea porque no vemos ninguna transformación del pan y del vino. Pero la frase de Jesús «el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida» da a entender que la carne de Jesús está en lo que parece ser pan y su sangre en lo que parece ser vino.
La verdadera fe católica ha sostenido siempre el realismo eucarístico.
La verdadera fe católica ha sostenido siempre el realismo eucarístico, aunque no siempre ha tenido los conceptos necesarios para explicar el realismo de esa presencia. Quien se aparta del realismo, se aparta de la fe. Porque Cristo está realmente presente en la eucaristía, adoramos de rodillas el pan y el vino consagrados; los custodiamos en vasos que sean lo más dignos para Dios; y como la distribución es parte del sacramento, se reserva a los ministros ordenados dar la comunión. Es verdad que también laicos distribuyen la comunión y la llevan a los enfermos. Los llamamos ministros extraordinarios para indicar que su ministerio debe considerarse excepcional, por la carencia de ministros ordenados y para evitar que la distribución de la comunión se prolongue demasiado. Siempre debemos evitar prácticas y manipulaciones de la eucaristía incoherentes con la dignidad divina del pan consagrado. El trato que damos a la eucaristía debe reflejar nuestra fe.
Pero, ¿cómo es posible que el pan y el vino se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Cristo? Evidentemente, esto es una especie de acto de creación que solo Dios puede realizar. Es fe de la Iglesia que Cristo ha vinculado ese poder creador al ministerio apostólico de presbíteros y obispos, de modo que Dios se ha comprometido a actuar con la fuerza de su Espíritu Santo siempre que un sacerdote válidamente ordenado realiza el rito de la misa como lo prescriben los libros sagrados para que el pan y el vino se transformen en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. No es que el sacerdote tenga un poder personal que utilice a su arbitrio, sino que Dios se vale del sacerdote que realiza el rito según lo prescribe la Iglesia para realizar, por la fuerza del Espíritu Santo, el acto creador que transforma el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Es fe de la Iglesia que el momento de la transformación se da cuando el sacerdote dice las palabras que Jesús pronunció sobre el pan y el vino en la última cena. Ese momento se llama por eso «la consagración». Pero el pan sigue con aspecto de pan y el vino sigue con aspecto de vino. El cambio no se ve, ni se toca, ni se huele, ni se gusta. Solamente se oye; y enseguida explico cómo.
¿Cuál es entonces ese cambio que no se percibe con los sentidos? La Iglesia enseña que cambió la sustancia del pan y del vino, que se convirtió en la sustancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, pero permanecieron los accidentes o los aspectos del pan y del vino que se perciben con los sentidos. El cambio no se percibe con los sentidos, sino con la inteligencia, con la mente, a través del concepto. Cuando nombramos las cosas de este mundo con palabras, designamos su identidad y percibimos la identidad como algo propio de las cosas que, por eso, son lo que son. En la teología llamamos a esa identidad que se capta con el concepto y se expresa con los nombres «la sustancia de las cosas». En ese sentido, el cambio se oye: se nombra la nueva identidad del pan y del vino como Cuerpo y Sangre de Cristo. Por la acción del Espíritu Santo, la identidad o sustancia del pan se convierte en la del Cuerpo de Cristo y la identidad o sustancia del vino se convierte en la de la Sangre de Cristo. Cristo no se hace ni pan ni vino; sino que el pan y el vino se convierten en Cristo. Ese cambio se entiende, se capta con la mente y se expresa con palabras. Así se hace justicia al realismo con el que habla Jesús: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. El que me come, vivirá por mí». Tengamos esta fe, y comamos dignamente el Cuerpo de Cristo.