El estribillo del salmo responsorial de este domingo ha sido una oración en forma de pregunta: ¿Quién será grato a tus ojos, Señor? ¿Quién habitará en tu monte santo? Esta pregunta expresa una inquietud religiosa: ¿Cómo puedo ser digno de estar cerca de Dios? La respuesta que primero se nos viene a la mente es: «Seré grato a Dios si hago lo que a Él le complace». Sin embargo, en el empeño de identificar qué le complace a Dios, a menudo nos equivocamos, pues pensamos en términos muy humanos. Creemos que para agradar a Dios debemos realizar actos y pronunciar palabras que reconozcan su majestad, grandeza y gloria. Pensamos que seremos gratos a Dios si le damos el culto debido, si hacemos las oraciones que lo alaban y reconocen su majestad. Este intento de complacer a Dios puede extenderse a la devoción hacia las personas que están cerca de Él: la Virgen María, los ángeles y los santos. Así, realizamos una variedad de actos que honran a la Virgen y a los santos a través de las imágenes que los representan. El culto a las imágenes, como encender veladoras ante ellas, vestirlas y adornarlas suntuosamente, o sacarlas en procesión, son actos de piedad con los que deseamos agradar a Dios.
«Lo único que Dios quiere, lo que verdaderamente le da honra, es que alcancemos la salvación.»
Lo que puede resultar desconcertante es que, aunque a Dios le agrada el culto que se le da y la veneración a los santos, esto solo le es grato si está sostenido por una actividad que le agrada aún más: llevar una vida moralmente recta. Dios no necesita nuestro culto ni nuestra liturgia; no le hace falta el dispendio con que adornamos las imágenes de la Virgen y de los santos. Dios acepta estas acciones con la condición de que quienes las realizamos nos esforcemos también por vivir rectamente y cumplir su voluntad. Porque lo único que Dios quiere, lo que verdaderamente le da honra, es que alcancemos la salvación. Él nos la concede, pero nosotros respondemos a la salvación de Dios con obediencia a su voluntad. La vida moral recta nos construye como personas; actuando de manera íntegra y ética contribuimos a construir nuestras familias y nuestra comunidad. Y eso es lo que a Dios más le interesa. Todas las demás acciones: el adorno de la iglesia, el cuidado y nobleza de los ritos, la belleza y dignidad de los vasos sagrados, la ornamentación del altar y del espacio donde se realiza el culto divino, y la veneración a la Virgen y a los santos a través de las imágenes que los representan, son para nuestro beneficio, pues nos estimulan a adornar nuestras propias vidas con una rectitud y santidad que es lo que Dios realmente desea y espera de sus fieles.
El pasaje del Evangelio que hemos escuchado hoy contiene una crítica de Jesús a una práctica de los judíos de su tiempo que apenas podemos entender. Unos fariseos criticaron a los discípulos de Jesús porque no se habían lavado las manos antes de comer. A nosotros nos parece que tienen razón y nos sorprende que Jesús diga que está bien que sus discípulos coman sin lavarse antes las manos. Sabemos que una regla básica de higiene y salud es lavarse las manos al entrar de la calle a la casa y antes de comer. Durante la pandemia, lavarse las manos con frecuencia era un mandato. Nuestra práctica se basa en el conocimiento de que abundan por todas partes microbios, bacterias y gérmenes que causan enfermedades, las cuales podemos prevenir con un poco de higiene. En tiempos de Jesús, la razón para lavarse las manos y los brazos al entrar de la calle y antes de comer respondía a otra lógica. Para ellos, ese lavado de manos era un rito que significaba el esfuerzo por la pureza interior, la cual a menudo faltaba en quienes cumplían el rito. Hoy, muchos piden agua bendita sobre sus cabezas y piensan que con eso ya están santificados, pero el agua bendita solo sirve si hay conversión interior. Jesús diría: está bien el agua bendita si eso te motiva a cambiar, porque la pureza y santidad no te llegarán por el agua bendita que recibas desde fuera, sino por la erradicación de los pecados que brotan de tu corazón.
«Dios nos creó libres para que nos construyamos como personas y construyamos nuestra sociedad con acciones moralmente rectas.»
En palabras de Jesús: Lo que mancha al hombre es lo que sale de dentro. Porque del corazón del hombre salen las malas intenciones: las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades y otras similares salen de dentro y manchan al hombre. ¿Por qué le da Jesús tanta importancia a la calidad moral de nuestras acciones? Porque las acciones inmorales, como esas que Jesús mencionó, son destructivas, injuriosas, y degradan la dignidad humana, la familia y la sociedad. Dios nos creó libres para que nos construyamos como personas y construyamos nuestra sociedad con acciones moralmente rectas. La calidad moral de nuestras acciones ha sido siempre lo que Dios busca en nosotros y lo que principalmente le agrada.
El estribillo del salmo responsorial planteaba la pregunta: ¿Quién será grato a tus ojos, Señor? Y el mismo salmista respondía: El hombre que procede honradamente y obra con justicia, el que es sincero en sus palabras y dice siempre la verdad y a nadie desprestigia; quien no hace mal al prójimo ni difama al vecino; quien presta sin usura y no acepta sobornos en perjuicio de inocentes; y quien realiza toda clase de obras constructivas, ese será agradable a los ojos de Dios eternamente. En nuestra religión, realizamos liturgias y ritos, procesiones y devociones. Todos los actos de piedad y devoción, de culto y sacramento, son gratos a Dios cuando se sustentan en la ofrenda del esfuerzo moral que cada uno de nosotros presenta ante Él. Somos pecadores, pero el esfuerzo moral por crecer y mejorar es grato a Dios y es lo que da valor a las liturgias y procesiones con que queremos honrarlo. La celebración litúrgica es necesaria, pues no solo damos culto a Dios, sino que Él nos comunica la salvación por medio de los sacramentos. La liturgia, las devociones, y los actos de piedad son necesarios y buenos; le agradan a Dios si se sustentan en el culto interior del esfuerzo moral de quienes los realizan. Como dice el apóstol Santiago: La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido, en cumplir los mandamientos y ofrecerle a Dios la ofrenda de un corazón contrito.