El evangelio de hoy presenta una serie de rasgos que conviene destacar. Se trata de un encuentro entre Jesús y un maestro de la ley, pero no es un encuentro polémico ni motivado por malas intenciones de parte del fariseo, sino un encuentro amigable, en el que el maestro fariseo hace preguntas a Jesús con genuina inquietud e interés de aprender. La pregunta que plantea el fariseo a Jesús es una preocupación auténtica: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? En efecto, en la ley de Moisés hay mandamientos éticos o morales como los Diez Mandamientos, pero también hay mandamientos para regular la vida de la comunidad, que hoy llamaríamos leyes civiles, y mandamientos de tipo litúrgico y cultual. ¿Hay alguna jerarquía u orden en esos mandamientos? ¿Hay uno que dé sentido y coherencia a todos los demás?
Cuando Jesús responde, cita no uno, sino dos mandamientos. Uno está tomado del libro del Deuteronomio y el otro del libro del Levítico: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». Al citar este primer mandamiento, Jesús destaca dos aspectos: que Dios es único, el Señor. No hay otros dioses, fuerzas cósmicas, ni poderes que estén a la par. En consecuencia, la fe, la devoción, el amor y la confianza del creyente deben dirigirse y ponerse únicamente en ese único Dios. Y como no hay otro con quien compartirlos, debemos amar al único Dios con todo lo que somos y tenemos. El segundo mandamiento, añade Jesús, es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
«Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas».
¿Por qué Jesús no responde con un solo mandamiento, sino que menciona dos? Jesús no lo explica explícitamente, pero podemos intentar una respuesta. Pienso que Jesús responde de esa manera porque Dios y el prójimo pertenecen a dos ámbitos distintos del quehacer humano. Dios habita más allá del tiempo y del espacio, en el cielo y la eternidad, y hacia Él tenemos obligaciones; el prójimo, en cambio, habita junto a nosotros, en nuestro tiempo y espacio, y hacia él también tenemos obligaciones. Si el mandamiento principal fuera solo amar a Dios, parecería que las realidades de este mundo tienen una importancia secundaria. Pero si el amor al prójimo fuera el mandamiento principal, parecería que podríamos relegar a Dios a un segundo lugar o incluso prescindir de Él, pues solo serían importantes las relaciones humanas.
También es importante observar que en ambos casos se utiliza el mismo verbo: amar. Ese verbo no se reduce al sentimiento, como el afecto, el cariño o la simpatía. El verbo amar, en este contexto, podría entenderse mejor si su significado fuera «cumple tus deberes y obligaciones para con Dios y para con tu prójimo». Porque se trata de un mandamiento, debe indicarnos lo que debemos hacer en relación con Dios y con el prójimo. Estos dos mandamientos abarcan y resumen, recapitulan y concentran en sí mismos toda una serie de otros mandamientos menores. Por eso, Jesús añade: «No hay ningún mandamiento mayor que estos».
«No estás lejos del reino de Dios».
Me sorprende la respuesta del fariseo. Primero, aprueba de manera entusiasta la respuesta que ha recibido de Jesús: «Muy bien, Maestro», le dice. «Tienes razón». Pero al repetir la respuesta de Jesús, hace dos cosas. Primero, ya no habla de dos mandamientos, sino de uno solo, pues coordina, articula y ensambla los dos mandamientos que Jesús había citado, y los compara con los mandamientos de tipo cultual o litúrgico. Quizá esa respuesta del fariseo responde a una polémica entre sacerdotes y maestros de la ley. ¿Qué es más agradable a Dios: la realización del culto o el cumplimiento de la ley moral? Ambos son importantes, siempre y cuando no se excluyan mutuamente. El culto debe desembocar en obediencia a la ley moral, y el cumplimiento de la ley moral es el mejor culto que tributamos a Dios y es el soporte que legitima la acción litúrgica. La respuesta del fariseo es genial: «Tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Finalmente, Jesús elogia al maestro de la ley. Este es el único lugar en donde queda registrada una valoración tan positiva de estima de Jesús hacia un fariseo maestro de la ley: «No estás lejos del reino de Dios».
En la primera lectura, antes de que Moisés proclamara el mandamiento sobre el amor exclusivo a Dios, exhorta a los israelitas a cumplir los mandamientos y hace este elogio de la ley: «Cúmplelos siempre y así prolongarás tu vida. Así serás feliz, como ha dicho el Señor, el Dios de tus padres, y te multiplicarás en una tierra que mana leche y miel». ¿Por qué el cumplimiento de los mandamientos nos hará felices? Algunos piensan que, al menos algunos, si no todos, los mandamientos morales coartan y limitan nuestra libertad. En nuestra cultura, que ha transformado el modo de entender la sexualidad, el sexto y el noveno mandamiento se han convertido en un yugo opresor y no en una guía liberadora.
Pidamos al Señor su gracia y su favor para que nuestra libertad sea dócil en el cumplimiento de los mandamientos que Él nos ha dado.
Los mandamientos morales cobran su fuerza del hecho de que están arraigados en la naturaleza, en lo que somos como personas y como sociedad. Dios mismo se sujeta a su creación. Dios manda realizar ciertas acciones porque son constructivas de nuestra naturaleza humana y social; y prohíbe realizar otras porque son destructivas de nuestra naturaleza humana y social. Las acciones que Dios manda o prohíbe no son buenas o malas porque Él las mande o las prohíba. Los mandamientos que se refieren a Dios tienen el propósito de indicar cuáles son las acciones que favorecen nuestra relación con Él y por las cuales reconocemos su honra y gloria. Los mandamientos que se refieren al prójimo prohíben aquellas acciones que destruyen la dignidad humana, que son contrarias al crecimiento personal y a la convivencia social, y ordenan realizar las acciones constructivas de nuestra propia dignidad, de la dignidad del prójimo y de la convivencia social. Los mandamientos éticos no son caprichos divinos, sino guías para nuestra libertad, para que tomemos decisiones que construyan y edifiquen a la persona y la sociedad. Pidamos al Señor su gracia y su favor para que nuestra libertad sea dócil en el cumplimiento de los mandamientos que Él nos ha dado.