El pasaje del evangelio de este domingo une dos escenas que contrastan entre sí. En la primera, Jesús advierte y critica severamente a los escribas y líderes religiosos de su tiempo, porque utilizan la religión en beneficio propio, para ostentar poder, desplegar ambición, buscar honores y fingir piedad. Son expertos en estudiar la ley de Dios, pero tienen su corazón y su conducta totalmente alejados de Él.
En la segunda escena, Jesús contempla a una pobre viuda, posiblemente con una formación religiosa elemental y básica, que acude al Templo de Jerusalén con piedad y devoción. Al pasar por la alcancía de las ofrendas, echa dos moneditas de mínimo valor, pero que representan todo lo que tiene y todo lo que puede dar.
«Hay que tener claro que ser ministro de la religión no significa automáticamente ser un desvergonzado, pues hay sacerdotes sacrificados y santos, y ser pobre no significa automáticamente ser santo.»
Para evitar una caricatura, debo decir que en tiempos de Jesús también había escribas piadosos, como el que conversaba con Jesús el domingo pasado o como Nicodemo. Eran hombres que buscaban sinceramente a Dios y vivían una religión auténtica. Y seguramente también había gente tan pobre como la viuda, a quienes no les importaba la religión ni el cumplimiento de la ley. Es decir, hay que tener claro que ser ministro de la religión no significa automáticamente ser un desvergonzado, pues hay sacerdotes sacrificados y santos, y ser pobre no significa automáticamente ser santo.
Este pasaje del evangelio presenta dos tipos de personajes religiosos, tanto de entonces como de ahora. En un extremo, está el eclesiástico ambicioso y manipulador que utiliza la religión como una escalera de promoción social y económica y como un medio para obtener poder. Por otro lado, está la creyente humilde, genuina y pobre, que no aspira a más que a estar junto a Dios. Entre estos extremos, existen todas las combinaciones posibles. Jesús adelanta el juicio de Dios sobre ambos: para el primero, la condena, el castigo, el fracaso ante Dios; para la segunda, el elogio, porque en su ofrenda ha dado todo lo que tenía para vivir.
«Debemos tomar nota de las aberraciones en las que podemos caer cuando nos dejamos llevar por la ambición de riqueza y poder.»
¿Qué debemos hacer con este evangelio? Nosotros, los eclesiásticos, debemos tomar nota de las aberraciones en las que podemos caer cuando nos dejamos llevar por la ambición de riqueza y poder, pues entonces dejamos de ser creyentes y nos convertimos en manipuladores de la religión para beneficio propio. Es un pecado que siempre ha existido, lo que no lo justifica, sino que nos advierte lo fácil que es caer en él si no tomamos las precauciones para mantenernos en la autenticidad y veracidad del ministerio que se nos ha encomendado.
Ustedes, los laicos, deben escuchar este evangelio como una advertencia para que no se alejen de Dios por el escándalo que algunos de nosotros causamos al convertir la religión en un mecanismo de poder. Tienen el derecho de defenderse del eclesiástico manipulador que usa su poder para abusar. La cultura del silencio no ayuda a nadie, ni a Dios ni a la Iglesia. Todo abuso debe ser denunciado. Pero también es un delito calumniar a un eclesiástico por venganza, quizás por una decisión que buscaba poner orden en su parroquia y que te quitó el pequeño poder que ejercías en la Iglesia. A veces me llegan denuncias contra sacerdotes que son puras calumnias, pero sé que en este gremio clerical al que pertenezco hay abusadores de poder, que así pervierten la misión que han recibido en la Iglesia. Este es el pecado del clericalismo, en el que, sorprendentemente, también caen algunos laicos con algún ministerio en la Iglesia y que, por eso, se sienten empoderados para abusar de otros.
«Tenemos una gran responsabilidad para actuar con integridad, convicción, generosidad y entrega, y así corresponder a la confianza.»
Solemos decir a los sacerdotes que tenemos una gran responsabilidad para actuar con integridad, convicción, generosidad y entrega, y así corresponder a la confianza que ustedes, los laicos, ponen en nosotros. Hay países donde la fe y la Iglesia han desaparecido. En parte, los responsables de esa demolición hemos sido el clero por nuestras incoherencias, falta de fe y búsqueda de poder. Pero en parte, también, la demolición de la Iglesia en otros lugares se ha debido a que los laicos han pensado que ya no es necesaria. Aquí todavía no.
Quiero concluir con una breve explicación de la segunda lectura. La carta a los Hebreos contribuye a nuestra comprensión de la obra de Cristo de un modo peculiar. El autor de la carta toma como modelo el ritual que se desarrollaba en el Templo de Jerusalén una vez al año, en un día especial llamado Día de la Expiación. Ese día, y solo ese día del año, el sumo sacerdote sacrificaba un carnero, recogía la sangre del animal y, con ella en una vasija, entraba en el recinto más sagrado del Templo de Jerusalén para asperjar la sangre y suplicar así el perdón de sus propios pecados y de los del pueblo.
De manera semejante, Cristo, constituido sumo sacerdote según el rito de Melquisedec, derramó su sangre en la cruz, y por su resurrección entró en el recinto sagrado del cielo, ante el mismo Dios, llevando en sus manos su propia sangre para el perdón de nuestros pecados, pues Él no tenía ninguno. De ese modo, el velo del Templo se rasgó, el cielo se abrió, y nosotros ahora tenemos entrada a la presencia de Dios. Así realizó Cristo nuestra salvación. Y esto es lo que actualizamos en cada celebración de la eucaristía.