«Estén siempre alegres en el Señor; les repito, estén siempre alegres». El Señor está cerca. Con estas palabras comenzaba la segunda lectura de hoy, y esa frase fue la antífona de entrada de la misa. Hoy es el tercer domingo de Adviento. En este domingo, la Iglesia nos invita siempre a la alegría. Pero no a cualquier alegría, sino a la alegría en el Señor.
Porque hay una alegría que es distracción y diversión; es una alegría que, en vez de llevarnos a nuestro interior más íntimo, nos dispersa entre las cosas que se ven, que se tocan, que se oyen y se sienten, hasta que nos olvidamos de nosotros mismos. Hay otra alegría que es pura emoción corporal; a esa alegría invitaba aquella canción mundana que decía: “Dale alegría a tu cuerpo”. También está la alegría ilusoria de quienes pretenden superar penas olvidándolas en el trago y la droga. Ninguna de esas alegrías mundanas es la alegría en el Señor.
El motivo de la alegría en el Señor no nos distrae, sino que nos concentra; no nos divierte, sino que nos convierte; no nos entretiene, sino que nos contiene. Esa alegría surge de la conciencia y el conocimiento de que el Señor está cerca.
También la primera lectura de hoy nos invitaba a la alegría: “Canta, hija de Sión; da gritos de júbilo, Israel; gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén. El Señor será el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal”.
La alegría, el júbilo, el gozo y la felicidad son la promesa de Dios para nosotros. Pero ¿cuál es la alegría cristiana, la alegría en el Señor? Es la alegría que surge en nuestro interior al saber que valemos para Dios, al saber que estamos salvados. Cuando la muerte deja de ser una amenaza de aniquilación y destrucción y se convierte en la puerta hacia la plenitud de la vida, entonces estamos alegres. Cuando nuestras decisiones equivocadas e irresponsables, cuando nuestras acciones frívolas o malvadas han sido perdonadas por Dios y el pasado deja de ser una carga que devora nuestro futuro, entonces sentimos gozo interior y estamos en paz con nosotros mismos y con Dios.
Cuando sabemos que nuestra fragilidad se sostiene en la fortaleza de Dios y que nuestra fugacidad se apoya en la eternidad de Dios, nuestra vida se llena de luz y nos sentimos contentos.
La alegría de Dios puede convivir con la enfermedad y el sufrimiento corporal, porque es más fuerte que el dolor. La alegría de Dios puede sostenernos en la tribulación y la adversidad, porque sabemos que Dios no nos fallará. El Señor está cerca.
¿Cómo está cerca Dios?
La cercanía de Dios se puede entender de varias maneras. En clave temporal, la cercanía del Señor significa que su venida futura está por suceder: Dios está a las puertas. Pero esta es la cercanía más difícil de captar y experimentar. Dios está cerca de muchas otras maneras.
Está cerca en su Palabra, que nos reprende y corrige, que nos aconseja y alienta, que nos enseña y guía, que nos ilumina y nos llena de gozo. Cuando escuchamos un pasaje del Evangelio que nos consuela o disipa nuestras dudas, Dios está cerca. Cuando, en la oración, elevamos nuestro pensamiento hasta Dios y nuestro pecho se llena de su presencia, Dios está cerca.
Cuando recibimos el perdón en la confesión y sentimos la paz del corazón, Dios está cerca. Cuando comulgamos la santa hostia, que es el Cuerpo de Cristo, y Dios habita en nosotros, Él está cerca. Cuando la esperanza nos lleva a confiar en Dios para el futuro, entonces Él está cerca.
Cuando la fe da sentido a nuestras vidas, el Señor está cerca. Cuando el amor de Dios nos envuelve y nos mueve a hacer el bien al prójimo, el Señor está cerca.
Y cuando Dios está cerca de alguna de estas maneras, experimentamos, como por adelantado y de modo fugaz, un poco del cielo y de la eternidad que esperamos alcanzar en plenitud al final de nuestros días.
Entonces entendemos las dos recomendaciones de la Palabra de Dios hoy: “No se inquieten por nada; más bien presenten en toda ocasión sus peticiones a Dios en la oración y la súplica, llenos de gratitud. Y que la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, custodie sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”.
Entonces podemos decir con el salmista: “El Señor es mi Dios y salvador. Con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza, y ha sido mi salvación”.
La alegría del Señor facilita que llevemos una vida moralmente recta. El gozo de Dios en el corazón facilita el cumplimiento de los mandamientos. Cuando la alegría de Dios está en nuestra mente y corazón, también nosotros preguntamos, como hacía la gente que se acercaba a Juan el Bautista: “¿Qué debemos hacer?”
A cada uno que le preguntaba, Juan le daba una respuesta específica. A la gente común y corriente la animaba a la caridad: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo”. A los publicanos, con fama de cobrar de más y pedir sobornos, les decía: “No cobren más de lo establecido”. Y a unos soldados, inclinados a abusar de su poder, les instruía: “No extorsionen a nadie ni denuncien falsamente; conténtense con su salario”.
Preguntemos nosotros también a Juan el Bautista: “¿Qué debemos hacer?” Y, en nuestra conciencia, él nos hablará, si dejamos que la luz de la verdad de Dios ilumine nuestro interior. Sabremos qué debemos corregir, dónde debemos mejorar y cómo debemos actuar.
Dejémonos juzgar por Jesucristo ahora, mientras estamos a tiempo para enmendarnos, y no esperemos al juicio final, cuando ya no habrá tiempo para la conversión. Dejemos que la luz de la verdad de Dios ilumine nuestro interior ahora, para que, perseverando en el bien, podamos presentarnos con confianza y gozo ante el juicio definitivo.
Él tiene el bieldo en la mano para separar el trigo de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en el fuego que no se extingue, el fuego del fracaso final de nuestras vidas.
¡Ánimo! El Señor está cerca, no para condenar, sino para salvar. Aprovechemos ahora su mano tendida para la salvación. Si no nos agarramos a esa mano, caeremos en el abismo. Dejemos que Dios nos mire con su mirada penetrante, que descubre nuestro interior más íntimo ahora, para evitar que al final se revele nuestro fracaso.
Vivamos de tal manera que podamos decir: “El Señor es mi protección y mi fuerza, y ha sido mi salvación”.