El papa Francisco, al decretar la celebración del Año Jubilar 2025, dispuso que el rito de apertura de este tiempo santo en las iglesias fuera de Roma se realizara el domingo siguiente a la Navidad, coincidiendo con la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Aunque a primera vista esta conexión no parece evidente, en realidad los jubileos tienen una profunda relación con el misterio de la Encarnación: el nacimiento del Hijo de Dios como hombre. Desde el siglo VI, con la adopción del cómputo del tiempo según la era cristiana, se instauró un nuevo modo de contar los años a partir del nacimiento de Cristo. Por ello, es lógico que los años jubilares comiencen y concluyan en torno a la Navidad.
Los jubileos tienen una profunda relación con el misterio de la Encarnación: el nacimiento del Hijo de Dios como hombre.
El primer jubileo cristiano se celebró en el año 1300. Inicialmente, se organizaban cada siglo, pero posteriormente se redujo su frecuencia a medio siglo y, en la actualidad, se celebran cada 25 años. Esto permite que, a lo largo de una vida, una persona pueda participar en dos o tres jubileos, dependiendo de su longevidad.
Los jubileos cristianos tienen su antecedente en los años santos de Israel, que buscaban equilibrar las desigualdades sociales. Durante esos años, se perdonaban deudas, se liberaban esclavos y, en algunos casos, incluso se devolvían tierras a sus propietarios originales. Estos años santos se proclamaban mediante el sonido de un cuerno especial, el yobel, que dio origen al término «jubileo». Aunque en español la palabra «jubileo» se asemeja a «júbilo», sus orígenes son diferentes, aunque ambos conceptos están vinculados, pues los jubileos también traen alegría, esperanza y renovación.
Con su resurrección, Cristo vence la muerte: transforma nuestra muerte en un paso hacia la vida eterna, convirtiendo ese «muro» en una «puerta» hacia la plenitud en Dios.
En el cristianismo, los jubileos no tienen ya como objetivo corregir desigualdades sociales, sino proclamar con mayor intensidad la salvación que Cristo nos trajo con su nacimiento. Todo jubileo es, ante todo, una invitación a volver la mirada a Jesucristo, quien es nuestro Salvador y Redentor, la luz que da sentido y consistencia a la vida humana. Cristo, en primer lugar, sana nuestra libertad debilitada por el pecado, fortaleciendo nuestra voluntad para elegir el bien mediante su perdón y la gracia del Espíritu Santo. En segundo lugar, con su resurrección, Cristo vence la muerte: transforma nuestra muerte en un paso hacia la vida eterna, convirtiendo ese «muro» en una «puerta» hacia la plenitud en Dios.
Durante el jubileo, la Iglesia nos exhorta a realizar tres obras esenciales: confesarnos para sanar nuestra libertad y liberar nuestro pasado; comulgar el Cuerpo de Cristo para fortalecer nuestra esperanza en Él; y orar por el papa, como expresión de comunión con la Iglesia universal. Estas prácticas, unidas a la indulgencia plenaria ofrecida durante el jubileo, nos permiten experimentar el amor de Dios en plenitud. La indulgencia no solo remite nuestras culpas, sino también las consecuencias espirituales de nuestras acciones pasadas, invitándonos a caminar hacia Cristo como nuestra meta final.
«La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado».
La peregrinación, símbolo del camino espiritual, adquiere un papel central en el jubileo. Mientras que el caminar físico a menudo busca ejercicio o distracción, en la vida cristiana caminar significa avanzar hacia un destino trascendente: Dios. Nuestro destino es el cielo, y alcanzar esta meta requiere caminar correctamente en la tierra, con nuestras acciones y decisiones diarias orientadas al bien.
El papa Francisco ha convocado este jubileo bajo el lema «La esperanza no defrauda», tomado de Romanos 5,5: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado». La esperanza cristiana nos impulsa a vivir el presente con la mirada puesta en Dios como nuestro futuro definitivo. Esta virtud nos llena de confianza para afrontar las incertidumbres de la vida, con la certeza de que Dios nunca nos abandona. Como dice san Pablo: «Nada nos separará del amor de Cristo». Ni las tribulaciones, ni las persecuciones, ni la muerte misma pueden apartarnos de ese amor, salvo que nosotros mismos, al darle la espalda, nos alejemos de Él.
Así pues, este jubileo es una invitación a dirigir nuestra mirada hacia Cristo, a caminar hacia Él no solo en la peregrinación jubilar, sino en cada paso de nuestra vida. En Él encontraremos la plenitud, la esperanza y el gozo eterno.