Las portadas de los diarios amanecen cada día con algún nuevo escenario de conflicto armado, con novedades en las interminables guerras que hay activas en distintos puntos del mundo, con enfermedades que se van propagando, o con alguna noticia similar. Los efectos de leer el periódico o ver el noticiero se parecen cada vez más a los que nos dejaría ver una película apocalíptica, y, de hecho, muchas personas viven en este estado de tensión constante.
La situación no está para juegos, es cierto, y fácilmente –e, incluso, comprensiblemente– nos podría llevar a la desesperanza, pero ¿también a un cristiano? ¿Qué es eso que ha permitido, a lo largo de los siglos, que las generaciones de cristianos se hayan mantenido más o menos firmes en su esperanza incluso contra toda esperanza (cf. Rom 4,18)? ¿Será que podemos reconocer un sentido en la historia más allá de todo lo que ocurre? Preguntas similares a estas han inquietado a numerosos pensadores, y uno de los primeros en sistematizar un intento de respuesta ha sido san Agustín.
Cuando pensamos en el santo de Hipona, curiosamente una de las primeras imágenes que nos vienen a la mente es la escena que la tradición nos ha transmitido de su encuentro con un niño en la playa mientras meditaba sobre el misterio de la Trinidad. Un santo que se dedicaba a reflexionar sobre misterios tan altos y que ha aportado tanto a la teología católica difícilmente –solemos pensar– tendría tiempo para decir una palabra sobre los sucesos de la vida diaria. Sin embargo, la vasta obra de Agustín nos muestra todo lo contrario.
No solo conocemos la gran cantidad de cartas y sermones que escribió sobre los más variados temas, sino que una de sus obras más reconocidas –La Ciudad de Dios– se ocupó de algo tan con los pies en la tierra como el hecho de que la historia tiene, de hecho, un sentido y una dirección, aunque experimentamos en nuestras vidas que ella no es ni blanca ni negra, sino que está marcada por múltiples tonalidades de grises.
A san Agustín le tocó vivir un acontecimiento que difícilmente ningún contemporáneo suyo habría imaginado: en agosto del año 410, Alarico y su ejército tomaron la capital del otrora glorioso imperio romano y la saquearon durante tres largos días. La noticia de este suceso, como es de esperarse, se extendió rápidamente y causó gran conmoción. Lejos de tranquilizar a los fieles cristianos con falsas esperanzas o de caer en una visión catastrofista de lo ocurrido, Agustín aprovechó este hecho para profundizar en su reflexión sobre la historia en el plan divino, tema que le interesaba mucho.
San Agustín nos recuerda que la historia tiene un sentido, una dirección, que tiene como centro el acontecimiento de la Encarnación.
La toma de Roma no fue el único hecho que motivó la elaboración de La Ciudad de Dios, pero, teniendo en cuenta que las empresas teológicas de san Agustín tenían su fuente en la realidad que lo circundaba –ya fuera por las controversias que planteaban diversos personajes a la fe católica o por peticiones directas de consejo u orientación–, seguramente sí que estuvo en el germen de esta obra agustiniana. Me gustaría rescatar dos aspectos de este texto que considero que pueden darnos luces hoy en día en nuestro camino de fe para poder ser testigos de la esperanza allí donde estemos.
Por un lado, san Agustín nos recuerda que la historia tiene un sentido, una dirección, que tiene como centro el acontecimiento de la Encarnación, a partir del cual todo el resto de eventos de la historia cobra su lugar. Así, acontecimientos, culturas, sociedades, etc. pueden ser relativizados y valorados en su justa relevancia. La historia para el cristiano no es una mera sucesión de hechos, sino la concreción en el tiempo del proyecto amoroso de Dios. Desde esta perspectiva, ninguna catástrofe puede ser considerada definitiva.
Por otro lado, Agustín ilustra la complejidad de la realidad con la ayuda de la imagen de dos ciudades:
“Dos amores, nos dice, han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial” (ciu. 14,28).
Estas, por más que la tentación de hacer lo contrario es grande, no se pueden identificar sin más con ninguna realidad que conozcamos, ya que sus límites no son demarcables como los de una ciudad real (en este sentido, se las llama ciudades en un sentido “místico”). Más bien, ambas se encuentran inseparablemente entrelazadas, como el trigo y la cizaña de la parábola evangélica (cf. Mt 13,24-30).
Además, es interesante notar que no pertenecemos a la ciudad terrena o a la ciudad celestial por causa de nuestro nacimiento, linaje o residencia, sino por aquello que ponemos como objeto de nuestro amor: el amor de sí mismo hasta llegar a posponer a Dios o el amor de Dios hasta llegar a posponerse a uno mismo. Sin embargo, como con la vida, es vano pretender poder determinar si pertenecemos a una o a otra, ya que incluso nosotros mismos no somos capaces de afirmar con certeza qué es lo que mueve nuestras buenas acciones.
San Agustín no perdió de vista que todo lo que vivía solo cobraba su real sentido a partir del acontecimiento Cristo.
La evidente coexistencia de estas dos realidades en la historia podría llevarnos a tirar la toalla en nuestro empeño por vivir desde el amor de Dios. Es cierto que solo en el último juicio serán separadas estas dos ciudades, con lo que solo entonces se realizará plenamente la ciudad de Dios. No obstante, ya al aceptar a Cristo el ser humano recibe la gracia de ser capaz de vivir una vida virtuosa, con lo cual esa ciudad puede existir ya aquí y ahora.
Tomemos el ejemplo de Agustín de Hipona, que no perdió de vista que todo lo que vivía solo cobraba su real sentido a partir del acontecimiento Cristo, y, siempre con humildad, buscó abrirse a la gracia de Dios para hacer un poco más presente, con su vida, la ciudad de Dios en medio de sus contemporáneos. Seguramente así podremos vivir más como peregrinos de esperanza, como nos invita el Año Jubilar que hemos iniciado hace unos pocos días.