La Navidad y la Epifanía son dos festividades que celebran la presencia salvadora de Dios entre nosotros. Son celebraciones de origen diverso en los siglos iniciales del cristianismo. La Navidad tiene su origen en el ámbito de lengua latina; la palabra «Navidad» proviene del latín Nativitas, que significa «nacimiento» y celebra la humanización de Dios, su nacimiento como hombre. El Hijo de Dios se hizo uno como nosotros para santificarnos y hacernos hijos de Dios.
La Epifanía tiene su origen en las regiones donde la Iglesia hablaba griego. «Epifanía» es una palabra griega que significa «manifestación». Esta festividad celebra que Dios, al humanizarse, se manifestó como salvador de los pueblos del mundo.
El Hijo de Dios se reveló como salvador en la adoración de los magos, en su bautismo en el Jordán y en el milagro de las bodas de Caná. Estos tres acontecimientos se conmemoran en esta celebración.
Corremos el peligro de quedarnos en los aspectos extraordinarios o exóticos del relato evangélico: la estrella maravillosa, los magos provenientes de países lejanos, la malvada astucia de Herodes, la sabiduría de los escribas que saben dónde debe nacer el Mesías, la crueldad del asesinato de los niños inocentes. Sin embargo, todos estos elementos extraordinarios apuntan a un significado espiritual y teológico del acontecimiento.
Las lecturas que acompañan el relato evangélico ayudan a desentrañar el significado que la Iglesia ha visto en la narración de los magos. Hoy celebramos que Jesucristo se ha manifestado como salvador de toda la humanidad. El profeta Isaías le dice a Jerusalén: «Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes al resplandor de tu aurora».
Los pueblos del mundo convergen en Jerusalén porque desde allí se ofrece la luz que aquellos que viven cubiertos de tinieblas desean alcanzar. Esa luz es Cristo.
San Pablo declara que se le ha confiado un misterio hasta entonces oculto: que, por el evangelio, también los gentiles son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo. Si los pueblos del mundo buscaban un salvador, lo han encontrado en Jesucristo, quien se ha manifestado como el salvador de todos. Aunque Jesucristo nació en el pueblo judío y en él se cumplen las promesas hechas desde antiguo a Israel, él vino para salvar a todas las naciones, no solo a los judíos.
Muchas veces no queda claro por qué. Algunos incluso rechazan a Jesucristo porque lo consideran un personaje de otro tiempo y de una tierra lejana. Algunos argumentan que el cristianismo es una religión extranjera que fue impuesta. Según estas personas, cada pueblo debería tener la religión propia de su cultura. Surge entonces una pregunta obligada: ¿qué ofrece Jesucristo para ser el salvador de toda la humanidad? ¿Por qué todos los pueblos de todos los tiempos encuentran en Jesús y su evangelio la salvación que buscan? Estas preguntas exigen respuestas claras si queremos entender qué es la fe cristiana. Si Jesucristo es el salvador de todos, ¿cuáles son las necesidades universales que padecen los hombres de todos los tiempos y lugares de las cuales nos salva?
Una necesidad es la muerte. Todos somos mortales y algún día moriremos. Este hecho ineludible plantea preguntas. Si nací para morir, ¿qué sentido tiene vivir? Si la muerte es el final de la existencia, ¿qué motivación tenemos para esforzarnos en el bien o en llevar una conducta constructiva? ¿Para qué construir, si al final todo se destruye? La muerte inexorable plantea la pregunta sobre el sentido de la vida. Sin la fe cristiana, la muerte se presenta como el fin definitivo, la aniquilación final. Fuera de la fe cristiana no hay razón para esperar o creer en una vida más allá de la muerte. Sin Jesucristo, toda especulación sobre una existencia posterior es pura fantasía o esperanza ilusoria. Pero Jesucristo asumió nuestra mortalidad humana, murió en la cruz y, por la fuerza de su divinidad, venció a la muerte. Comparte esa victoria con quienes se unen a él por la fe y los sacramentos.
Solo en Jesucristo tenemos la esperanza de que la muerte no es el final de la existencia. Sin embargo, para gozar de esa vida eterna, debemos vivir de manera recta y constructiva antes de morir.
Otra necesidad universal es la libertad humana. Somos libres y responsables de construirnos como personas, pero nuestra libertad es voluble. Tomamos decisiones equivocadas, irresponsables o destructivas, degradando nuestra dignidad y arruinando nuestra existencia y la de los demás. Surge entonces otra pregunta: ¿es posible comenzar de nuevo? ¿Es posible que nuestro pasado irresponsable no destruya el futuro? Jesucristo murió por nosotros y nos mostró el gran amor de Dios que se expresa en el perdón. Su muerte en la cruz nos ha ganado la capacidad de recibir el perdón divino, que nos permite nacer de nuevo espiritualmente y empezar otra vez. Solo en Jesucristo encontramos esa esperanza.
El evangelio se extiende por todo el mundo como mensaje de salvación universal porque responde a estas dos grandes interrogantes humanas. Los magos, guiados por la estrella portentosa, reconocieron al rey salvador y lo buscaron con fe. Renovemos nuestra confianza en Jesucristo y en la Iglesia Católica, que ofrece a todos la salvación que anhelan.